lunes, 30 de enero de 2017

Aclaraciones



NISMAN, NO ERA UN SANTO
  
Hasta unos días antes de su muerte, Nisman tenía para mí la forma de una incierta nebulosa; era, digamos así, unos de esos innumerables personajes de la justicia criolla a los que los medios nombran todos los días “interviene el juzgado del Dr… o investiga la fiscalía de aquel otro” sin que al cabo de los años nos vayamos a enterar de ningún resultado, de ninguna sentencia, de ningún modo una condena.
 
En realidad tenía más datos de su ex, la jueza Arroyo Salgado, y no todos honorables. Sabía por ejemplo de las persecuciones y acosos que ‒usando el cargo‒ supo organizar contra algunos conocidos que incomodaban al kirchnerismo y por supuesto por la famosa cacería contra los hijos de Noble por orden de los K y de Carlotto.
 
Sobre decir que pensamos de una jueza que acusa por encargo, y allana y acosa y compromete el buen nombre de gente que sabe inocente, en este caso nos invade cierto pudor para utilizar las palabras apropiadas.
 
Hecha esta aclaración ‒insisto‒ de lo que ahora se trata es que a Nisman lo mataron, dos días antes de que denunciara a la presidente K en el Congreso.
 
A nosotros no nos sirven, es más, repudiamos las explicaciones que dicen: lo matan por mujeriego, por trolo, por obedecer al poder, por coimero, por tirar la guita, por injusto, por prevaricador. Esos “por” nos parecen sólo simulacro de rectitud, que además contribuyen a cerrar la mano sobre la piedra que van a tirar.
 
Definitivamente, ése no es el país en el que queremos vivir.
 
Montados sobre parecidos “por”, intentaban justificar la barbarie los terroristas de los  setenta, lenguaje común, por otra parte, al del terrorismo de cualquier parte y tiempo. “le colocamos la bomba por contrarrevolucionario…, lo acribilló la guerrilla por opresor…”, etc.
 
No estamos discutiendo, no es para nada el fondo de la cuestión detallar qué tan bueno o tan malo era Nisman; de santo tenía poco, está claro. ¿Sería esa razón suficiente para matarlo?
 
Atacando a Nisman, que por otra parte esta muerto, allanamos el camino para que sus asesinos sigan libres. O es que alguien duda que atrás del asqueante entramado de impunidad que hasta ahora parecería impenetrable, se mueve el sórdido, el destructivo, el corrupto mundo K.
 
En la enseñanza moral de la Iglesia no hay espacio para los complacientes “por”: “Todo lo que se opone a la vida, los homicidios, el aborto, los genocidios, la eutanasia, el mismo suicidio voluntario… todo lo que viola la integridad de la persona humana…todo lo que ofende la dignidad humana…deshonran más a quienes los practican, que a quienes padecen la injusticia, y son totalmente contrarios al honor debido al Creador”.
 
Tampoco faltará quien entienda lo contrario, o sea que lo mataron precisamente por haber intentado salir del error y aunque fuera por una vez, defender la verdad.
 
Por cierto que no compartimos ninguna de las dos supuestas razones para matar.
 
Reconocemos plenamente la enseñanza tanto de Paulo VI, como de Juan Pablo II: “No es lícito, ni aún por razones gravísimas, hacer el mal para conseguir el bien, es decir hacer objeto de un acto positivo de la voluntad, lo que es intrínsecamente desordenado y por lo mismo indigno de la persona humana, aunque con ello se quiera salvaguardar o promover el bien individual, familiar o social”.
 
Nisman no era un santo, pero no arrojemos la primera piedra sobre él, no desviemos el centro, no alteremos el eje de la grave cuestión pendiente.
 
Hace pocos días, desde las páginas de Prensa Republicana, publicaron una nota sobre Nisman. Si leyéramos el texto sin estar demasiado al tanto de lo sucedido, hasta podríamos llegar a sospechar que el fiscal fue menos víctima que victimario.
 
El título mismo de la nota: “El Sirviente del Hampa” en cierto modo, nos inclinaría en tal sentido y cuando observamos aquello de: “El que mal anda mal acaba” no pudimos dejar de pensar que ahí había algo del Antiguo Testamento, un tiempo que había anclado su esperanza de justicia, acá en la tierra, y tal vez menos huella del Nuevo, el que nos trajo luz y misericordia a todos.
 
Claro que en ese sentido, la misma historia dice otra cosa. La historia está colmada de criminales, de auténticos monstruos, que murieron plácidamente, y no hace falta ir muy lejos, pocas semanas atrás, Fidel murió en su cama, rodeado de cuidados.
 
Es cierto que desde otro punto de vista, tanta y tan perdurable iniquidad, suele ser propicia al grito y la bronca. No es difícil entenderlo, porque la bronca es de todos y está bien que sea así y que tratemos de mejorar la inquietante situación de los tribunales, pero no nos hagamos demasiadas ilusiones, porque en definitiva la cosa viene torcida y en la ciénaga desde antiguo. Recordemos que ya en 1850 Dickens retrataba de esta manera lo que ocurría en la corte en Londres: “Éste es el Tribunal Supremo; tiene a sus querellantes arruinados, pidiendo prestado o limosna, da al económicamente poderoso abundantes medios para que haga desistir por agotamiento al que tiene razón, consume los ahorros, la paciencia y la esperanza, aniquila el cerebro y el corazón”.
 
Por eso es bueno que recordemos una y otra vez aquello de nuestro Anzoátegui: “Deudas ¿quien no las tiene? ¿Quién, nacido de hombre y mujer, no debe a su prójimo algo en que alguna vez le fue la vida? ¿Quién no le es acreedor de algo en que alguna vez le fue la honra? Así como nosotros perdonamos a nuestros deudores. No lo digamos sin saber lo que decimos. Empecemos por descargarnos de nuestras piedras”.

Miguel De Lorenzo

domingo, 29 de enero de 2017

Semones y homilías



LA DIESTRA DEL SEÑOR EJERCIÓ SU PODER


Jesús está en la barca. La barquichuela es, según la liturgia, la Santa Iglesia. Es también nuestra propia alma. Cristo vive y obra en nosotros, cuida de nosotros, nos guía, nos sostiene y protege. “La diestra del Señor ejerció su poder; la diestra del Señor me ha exaltado; no moriré, antes viviré, y contaré las obras del Señor” (Ofertorio).


El Salvador vive en la navecilla de nuestra alma. Desde allí, anima y vivifica nuestro espíritu, nuestra voluntad y todo nuestro ser, de la misma manera que lo hace la vid con sus sarmientos. Formamos con Él un todo orgánico, como el tronco con sus ramas. Está cerca de nosotros, está en lo más íntimo de nuestro ser. Vive en nosotros, que somos sus miembros, inundándonos constantemente de su luz y de su fuerza, saturándonos de su propia vida (según dice el Concilio de Trento).


Jesucristo está en nosotros con sus intereses divinos, con su amor sin límites, con su inagotable misericordia, de manera tal que no estamos solos, ni estamos desamparados. Siempre está Él a nuestro lado, haciéndonos compañía. Por este motivo es verdadero afirmar que en la navecilla de nuestra alma hay siempre un experimentado piloto, tan inteligente como compasivo, tan poderoso como bien dispuesto a prestarnos su ayuda. Está realizando constantemente en ella la obra de nuestra purificación y de nuestra santificación, está impregnándonos siempre de su divino amor.


Trabaja sin dar golpes, silenciosa y pacíficamente, sin prisas ni agitación innecesaria. Aparentemente, se diría que Jesús está dormido, que no se preocupa por nosotros. Sin embargo, esta impresión no pasa de ser una mera apariencia. En realidad, está siempre allí y conduce constantemente nuestra barquilla. Nos da fuerza para resistir valerosamente la tempestad de nuestras pasiones, del embravecido mar de nuestras tentaciones, de nuestras dificultades, de nuestras dudas, de nuestros apuros, de nuestros dolores.


Nuestra alma es una perenne Epifanía de la presencia, del dominio y de la acción del Señor en sus miembros. Creamos en esta acción suya en nosotros. Dirijamos hacia Él nuestras miradas. Vayamos a Él con todo lo que nos aflija y angustie, y pronto experimentaremos que “la diestra del Señor (que obra en nosotros) ejerció su poder; la diestra del Señor me ha exaltado; no moriré, antes viviré, y contaré las obras del Señor”.


Cristo subió por primera vez a la navecilla de nuestra alma el día luminoso de nuestro santo bautismo. Entonces tomó posesión de ella y la signó con su sello, con el sello indeleble e irrenunciable del carácter bautismal: “Eres mío”. Quiere encargarse él mismo de nuestra navecilla, para que ésta navegue en una feliz travesía. Quiere cuidarla, conducirla y salvarla Él mismo. Todas las veces que nos acercamos al Sagrado Convite, sube de nuevo a ella, en la sagrada Comunión, para pilotearla, durante todo el día, con su sabio, poderoso y experimentado brazo. De este modo, ella hará un buen viaje y tendrá un arribo feliz.  Cuanto más nos abandonemos y nos entreguemos a Él, cuanto más confiemos en Él, desechando todo temor y toda inquietud inútil, más nos tomará Él entre sus manos y nos conducirá con mayor celeridad. “La diestra del Señor ejerció su poder”. ¡Una revelación de la fidelidad, del amor y de la fuerza del Señor, de la Vid en sus sarmientos!


¡El Señor glorioso está sentado en la navecilla de nuestra alma! ¡Pero hay tempestad! Nosotros perdemos nuestra calma. Nos ponemos nerviosos. Nos llenamos de pánico. ¿Acaso no está Él aquí? Por cierto que está: pero… ¡está durmiendo! El rugido de la tempestad y el furor de las olas no lo inquietan ni lo asustan. ¡Es tan distinto de nosotros! Éste es su secreto: en la tempestad, como en todo, Él sólo ve una cosa: ve al que sostiene, con tres dedos de su mano, como si realizara un sencillo juego, los millones y millones de mundos que pueblan el universo. “No caerá ni un solo pelo de vuestra cabeza sin que lo permita vuestro Padre celestial” (San Mateo, 10, 29).


“¿Por qué os asustáis, hombres de poca fe?” Cae la noche. Desaparece la luz. Llega la tormenta, que va a poner a prueba la paz y la firmeza de nuestra alma. No es difícil estar tranquilos y conservar la igualdad de ánimo cuando nuestra vida se desliza normal y ordenadamente, cuando todo nos sale a la medida de nuestros deseos. Pero, ¿sucede lo mismo cuando aparece la tempestad? ¿Sucede lo mismo cuando nos encontramos con algo que contradice nuestros anhelos? ¡Qué pronto desaparece entonces nuestra calma! ¡Qué pronto se amortigua y hasta desaparece también nuestro amor!  Decididamente, las raíces de nuestra paz eran poco profundas. No calaban más allá de las cosas terrenas. No poseían otra savia que el aprecio, el agrado o la adulación de los hombres, la satisfacción de nuestros gustos y de nuestro amor propio. No penetraban hasta lo más hondo de nuestra alma, hasta allí precisamente donde duerme el que siempre vigila, donde no soplan los vientos tempestuosos de la tierra. “¡Señor, que vea!”


La tempestad destruye todo lo que hay de pequeño y de mezquino en nuestra naturaleza, en nuestra piedad. Es un gran beneficio el que ella nos hace. La tempestad puede y debe hacernos grandes, debe hacernos creer en el Grande, en el Señor, que habita y obra en nuestra alma. La tempestad debe robustecer y acrecentar nuestra fe y nuestra confianza en el Señor.  Debe obligarnos a acudir a Él con más frecuencia, por medio de la oración.  ¿No queremos crecer espiritualmente? ¿Por qué tememos, pues, las tempestades? “He aquí la victoria que vence al mundo: nuestra fe” (I San Juan, 5, 4). Ésta es nuestra luz, ésta es nuestra estrella.


Y así como hablamos de la pequeña barquilla, lo mismo podemos aplicarle a la Barca por antonomasia. Estamos atravesando una horrenda tempestad, donde las olas adquieren la altura de los mayores monstruos marinos que la imaginación de los hombres jamás haya podido crear. La nave de Pedro, siempre victoriosa tras veinte siglos de singladuras y con sus redes prestas para la pesca de los hombres, parece hoy enloquecida cáscara de nuez que se desbanda al capricho de los mares. ¿La furia de los vientos desatada doblegará al fin a su corazón viril y audaz?


Una marinería ebria que abandona sus posiciones, para dedicarse a los más exóticos y nuevos ejercicios que se le antojen, una marinería alzada contra sus deberes, ganada por el espejismo de las novedades… ¿No parece inevitable el desastre? Y lo peor de todo, el Timonel, la Roca que debiera sostener el derrotero de veinte siglos, está adormecido y le quita su vigor y su sentido a la bitácora que siempre se ha usado, por soñar con rumbos nuevos.

¡Escúchanos, Señor! ¡Sálvanos del naufragio!  ¿Hasta cuándo?


Calma. Dios parece estar durmiendo.  Pero Él vigila y permite la tormenta feroz. El Señor que calma el mar, cuando lo desee, logrará que las aguas se aquieten nuevamente y en su pía solicitud nos salvará. Pero hasta ese momento ‒por ser muy necesario‒ volvamos a munirnos con el santo salvavidas del Rosario.
Recaredo Garay II


SÚPLICA PARA LA IGLESIA MILITANTE



¿Es que perdió su rumbo

La nave de la Iglesia?

¿Es que a porfía

Se nos ha puesto a andar

de tumbo en tumbo,

Ebria y alzada la marinería?

¿Qué fue de la pasada

Misión de iluminar la mar ignota?

¿Quién le dejó, Señor, así trocada

Su derrota en derrota?



¿Qué viento amotinado

Rasgó sus velas y quebró su quilla

Y la azotó sobre el acantilado

Lejos de Tí, mi Dios, y de tu orilla?

¿Qué Capitán, Señor, adormecido

Por culpa y obra de la democracia

Le quitó su vigor y su sentido

Y la gracia velera de tu Gracia?



Todavía esperamos que en tu pía

Solicitud nos salves del naufragio.

El Diablo nos acecha día a día.

¡Escúchanos, Señor, nuestro sufragio!

(Y que Santa María,

Nuestra Señora la Corredentora,

Si fuera necesario,

Nos tienda nueva vez en esta hora

El santo salvavidas del Rosario).



Ignacio B. Anzoátegui

sábado, 28 de enero de 2017

In memoriam



STELLA MARIS YOKUBAITIS
DE SCHIUMA

Si bien nunca es fácil despedir a los que amamos, infinitamente más difícil, por no decir imposible será olvidarlos.
De Stella Maris acaso me acompañaran dos recuerdos muy vivos, que en cierto modo hablan de la caridad y de la virtud.
El más antiguo que debo señalar, la enlaza con la hospitalidad. Pero una hospitalidad que podríamos describir tan amable como ilimitada.
En su casa, aluviones más o menos insufribles de nacionalistas, de gentistas de varias generaciones hemos disfrutado, más precisamente hemos abusado de esa generosidad, sin que lográsemos alterar su buen humor.
El otro recuerdo acaso más íntimo, pero no menos ejemplar, tiene que ver con el amoroso cuidado con el que invariablemente rodeó a su marido; y además maestro y amigo nuestro Carlos Alberto, en el largo momento del dolor y del sufrimiento.
Hace cuatro o cinco días fui a visitarla al hospital, de uno u otro modo, todos sabíamos a lo que nos enfrentábamos, sin embargo, ahí estaba la Stella Maris de siempre, con la fortaleza de siempre y la cariñosa cordialidad  que la caracterizaba, como si una vez más nos recibiera en su casa.
Por eso aunque mencioné dos, ahora pienso que esa actitud ante la enfermedad y esa cristiana aceptación de la adversidad sin alterar su amable sonrisa, pasará a ser un intenso tercer recuerdo, que tiene además el sello de una enseñanza.
Habrá otras galas que podrían vestirla y que sus hijas conocen mejor. Por lo pronto a nosotros nos bastan estas tres.
Hace muy poco celebramos la buena noticia, la llegada de Niño Dios, el Dios hecho hombre que no defrauda y que luego con su sangre nos regalaría luz y misericordia. Eso es lo que hoy pedimos a nuestra Madre la Virgen María y a su Hijo para Stella Maris.
Miguel De Lorenzo