sábado, 16 de agosto de 2014

Análisis


DILEMA MORTAL:
FICCIÓN O REALIDAD,
DEMOCRACIA O POLÍTICA
 
 
Nuestra humana capacidad cognoscitiva (la inteligencia, e incluso los sentidos) es un insondable misterio. Es la que nos puede hacer bucear en profundidades invisibles, pero es también la que podría lograr que, aún teniendo delante la evidencia, no veamos. Es, en fin, la protagonista de la mística pero también del ilusionismo.
 
Hoy nuestra Patria (y tal vez el mundo entero), más allá del patente derrumbe moral, está inmersa en un inédito oscurecimiento de la inteligencia. Somos —o estamos— trágicamente estultos.
 
Se trata de un programado y sostenido “problema gnoseológico” o —dicho de modo más simple— de lisa y llana deformación doctrinaria. La inteligencia, que debiera ser testigo insobornable de la verdad, está permanentemente distraída, engañada, ebria. Algo así como una arquitectura mental de idiotas, lo cual —entre otros resultados— conduce a renegar de los dogmas y de la fe, a favor de un escepticismo que no se sustenta y que se defiende —vaya paradoja— dogmáticamente.
 
Inmersos en esta contracultura, qué sea opinión y qué dogma de fe ha llegado al límite de lo inimaginable. Es que forma parte de los frutos podridos de la revolución cultural: cuando se relativiza lo absoluto, se termina absolutizando lo relativo.
 
Dios ha sido expulsado tanto de la vida social como individual, y la verdad bastardeada. ¿Quién dictamina entonces qué es lo opinable y qué lo dogmático? La democracia. Este dios multiforme sobre lo cual nada existe, a cuya sola mención debe reclinar la cabeza todo viviente. Pero no perdamos tiempo y vayamos a lo esencial: ¿qué es la democracia? Es el gobierno del anonimato, la ley del número, la manipulación por parte del poder internacional, la trágica soberanía del pueblo, la tiranía de la partidocracia, la primacía de la propaganda, el arte de alcanzar el poder —como sea— y permanecer en él —a cualquier costo—. Hoy no hace falta ser católico nacionalista para certificar esta definición. Tal vez sí haga falta serlo para llegar a las verdaderas raíces del problema.
 
Pero parece que, contra los principios y contra la misma evidencia, la fiesta debe continuar.
 
¿Cuál es la legitimidad de la voluntad popular, cuando todos sabemos que es una caricatura de la participación orgánica y de la responsabilidad cívica —además de constituir en primer lugar una grave afrenta a la autoridad divina—?
 
¿Qué es la supuesta representación política de los partidos, cuando no hay nada más distante de la búsqueda del bien común que los intereses de las partes?
 
¿Qué es el sufragio universal y el criterio de la mayoría, cuando es escandaloso el “mapa estratégico” que diseñan las usinas del poder para rejuntar boletas y convocar sufragantes (sabios e ignorantes, aptos e ineptos, probos y pervertidos e incluso vivos y muertos, todos sin ninguna distinción)? ¿Decimos algo novedoso al recordar que las elecciones se ganan en zonas claves, donde con premura se realizan dádivas unos días antes de los anhelados comicios?
 
La democracia no se cura con más democracia, porque a la enfermedad corresponde un antídoto. Para comprometerse en serio en la búsqueda conjunta del bien común hay que desenmascarar el sufragio universal y la soberanía popular. En este caso, como en tantísimos más, los ejemplos sobran: para repartir beneficios y prebendas, son selectivos y “aristocráticos”; para promover la falacia de las urnas como sacrosanto deber cívico, son universales e igualitarios.
 
¿Qué pasa cuando se exacerba el anonimato, la demagogia, la cuantofrenia? Pasa lo que hoy tenemos.
 
Pero volvamos al “problema gnoseológico”. Estamos subvertidos. ¿Cuáles son entonces los dogmas de la democracia? Son ideas-fuerza y números, de fácil acceso y memorización por parte del “pueblo”: nadie tiene la verdad, todo es plebiscitable, ser “democrático” es la mayor bondad que pueden tener los seres, todos pueden aprender (maravilloso decreto del ministerio de educación que ha cambiado de raíz la cultura de la nación… en sus estadísticas), treinta mil, 54% (número talismán si los hay), etc. Por el contrario, ¿qué es opinable?: el asesinato de inocentes, la gravedad de una profanación, la necesidad de Dios en los hombres y los pueblos, las muestras blasfemas, el falso ecumenismo, la constitución de la familia, que un maricón pueda impartir justicia, que un político ladrón deba pagar un delito, y un larguísimo etcétera.
 
El dogma democrático se ha convertido en una especie de anteojera encarnada que garantiza la estupidez del ciudadano.
 
Pregunto: ¿habrá posibilidad de ver y pensar las cosas a la luz de otra categoría que no sea este sempiterno mito del sistema? ¿Se podrá utilizar el sentido común, la vista y la sesera sin partir del gran apriorismo de la modernidad?
 
¿No es sospechoso que se pueda objetar todo, absolutamente todo —la legitimidad del aborto, la autoridad paterna, la inocencia de los niños, el celibato sacerdotal— menos un supuesto modo de gobierno —en el mejor de los casos, porque así planteado ni siquiera es tal—?
 
Aún los bienintencionados se han acostumbrado a combatir aceptando el lenguaje y los presupuestos falaces del enemigo. ¿Quién no ha oído al pasar la nostalgia de “una Patria mejor”? Hasta acá estamos de acuerdo. Pero en lo inmediato comienza el virus mental: se puede discutir si esa “Patria mejor” será cristiana o agnóstica, si será soberana o plebeya, respetuosa del orden natural o positivista. Pero eso sí: no se puede discutir deberá ser democrática. Como si la democracia fuera al orden social más íntimo que los trascendentales del ser a la realidad. Qué fino trabajo han hecho en nuestras cabezas. Como decía Chesterton: “todos nos damos cuenta de la locura nacional, pero ¿cuál es la cordura nacional?” No estar en condiciones de responder forma parte de la revolución cultural. Hace ya casi cuarenta años, con voz clara, dolorida y profética, decía nuestro Jordán Bruno Genta:
 
“La falsificación liberal y masónica de la historia nos hace perder el sentido verdadero de la Patria y nos precipita en su confusión jacobina con la democracia; servir a la Patria es servir a la democracia; esto es, a la soberanía popular, a las mayorías accidentales, al poder ciego del número abstracto y vacío”.
 
Para las leyes y medidas del sistema, para avanzar en la tiranía con maquillaje liberal en la que estamos sumidos, se ha desestimado el sentido común, la evidencia empírica, el dato científico, el buen gusto, la Santa Religión, la cuestión moral. Todas y cada una de estas categorías han sido burladas.Todo se ha pisoteado, todo menos el sistema, todo menos el entramado maquiavélico que se ha convertido, a simple vista, en el verdugo de la Patria. No nos pueden correr con falsas disyuntivas, ni con un lenguaje anfibológico, ni con la inquisición reinante. Estamos inmersos en una pesadilla y la terapéutica inicial es despertarse.
 
Lo virtual es la democracia y los presupuestos falaces sobre los cuales se asienta. Por eso, el estado no gobierna. Hace propaganda. No arregla las calles ni soluciona los verdaderos problemas —ni los chicos ni los grandes—, sólo pega afiches y diseña cortos publicitarios. Porque eso es la democracia. ¡Si tan sólo volviéramos a la Concepción católica de la política, del querido padre Julio Meinvielle!
 
¿Qué es lo real? Lo real es el saqueo, la injusticia distributiva y la usura, las leyes infames y que los terroristas siguen en el poder. Ciertamente, no se trata de reducir la comprensión a un mero empirismo fenomenológico y menos aún de ceder a la validación del pragmatismo en la política. Pero difícilmente podremos llegar a conclusiones realistas y completas si el inicio, que es la simple observación del hecho, está falseado. Dicho para los jóvenes en lenguaje cibernético: el sistema es un mundo virtual engañoso (una parodia de la autoridad, del servicio, de la participación, de la justicia) pergeñado por perversos (en permanente perfeccionamiento maquiavélico) con fines perversos.
 
A los más chicos podríamos reclamarles que pierden demasiado tiempo con los celulares, computadoras y demás artificios que los sumen en un mundo de dudosa solidez ontológica. A los adultos, por su parte, les reprochamos estar trágicamente ligados a conceptos que no tienen más entidad que el ruido al pronunciarlos: soberanía del pueblo, consenso social, voluntad popular, convivencia democrática.
 
El dogma democrático —como toda ideología— es una pesadilla, un espejismo, una ilusión, un desquicio, una farsa. Hay que oponerse a la ideología con acciones reales, y no con más ficción. Estamos desquiciados, pero esta alienación no es una alteración ni un desmadre, no es un traspié del sistema: es el fruto natural de la ideología reinante. Los argentinos hemos perdido la noción de realidad y hemos aceptado el espejismo y lo virtual como morada.
 
El seudo realismo del sistema y de la dupla KK es el histrionismo de las lágrimas, la devoción por las estadísticas, el control obsesionado por los medios de comunicación. El realismo del nacionalismo católico debe seguir siendo en su ideario el testimonio con la palabra, las obras y la sangre.
 
Como un misterioso juego de opuestos, como símbolos a contrapunto, hasta en las dos muertes paradigmáticas, en una misma fecha, se puede ver este antagonismo: en torno al sorpresivo final de Néstor K todo es turbio —como su vida—, oculto, dudoso, encriptado. Sólo sospechas y suposiciones. Hasta el extremo de haber quedado en la sociedad la extraña inquietud de no haber sido víctima —ante las imágenes fúnebres— de una estafa más.
 
En las antípodas, el martirio de Jordán Bruno Genta fue sereno presentimiento, cristiano anuncio y patriótico legado. Fueron balazos en el pecho, a la luz del día. Fue persignación y rostro en tierra, en vísperas de la Santa Misa. Así de opuestos, así de incompatibles. Así es la democracia. Así es la vocación política.
 
No creo en el sistema, por dos motivos: primero porque no me merece ninguna credibilidad.  Y segundo, porque se cree lo que no se puede ver, y acá no estamos ante un misterio ni ante un dogma de fe (mal que le pese a los custodios de lo políticamente correcto). Tenemos motivos para creer que en la Patria volverá a reír la primavera, no por nuestro eventual voluntarismo sino por la intervención divina, por la acción de la gracia, por el milagro.
 
Cuando la Patria renazca, el nacionalismo católico tendrá la alegría de recordar que no aceptó el silencio cómplice ni rindió pleitesía al pensamiento único. Que el Señor de las Victorias decida nuestros destinos, y que por su gracia, cuando nos llame, nos encuentre combatiendo.
 
Jordán Abud
 

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Por un lado sospecho que la democracia tiene origen en aquellas potestades que nos menciona San Pablo, por otro lado, este caos Luciferiano nos deja un resquicio donde sobrevivr.El no liberalismo termina en el Gulag.No hay salida, salvo el Apocalipsis.
PACO LALANDA

Anónimo dijo...

Estimados amigos:

Creo que es estéril, inútil, toda crítica a la democracia que no incluya una crítica a la república como sistema.

Ya que, si no es la democracia pero tampoco la monarquía, ¿qué nos queda? ¿una dictadura republicana, caudillista? ¿y cuándo muere el caudillo qué sucede?

Los caudillos no tienen más legitimidad que su personalidad, y ésta muere junto con ellos: la diferencia con una monarquía es que las coronas no mueren, lo que mueren son los portadores de las coronas.

Marcelo