domingo, 10 de febrero de 2013

Sermones y homilías


DOMINGO DE
QUINCUAGÉSIMA


Y tomó Jesús aparte a los doce, y les dijo: Mirad, vamos a Jerusalén y serán cumplidas todas las cosas que escribieron los profetas del Hijo del hombre. Porque será entregado a los gentiles, y será escarnecido, y azotado, y escupido. Y después que le azotaren le quitarán la vida, y resucitará al tercer día. Mas ellos no entendieron nada de esto, y esta palabra les era escondida y no entendían lo que les decía.
Y aconteció, que acercándose a Jericó estaba un ciego sentado cerca del camino pidiendo limosna. Y cuando oyó el tropel de la gente que pasaba, preguntó qué era aquello. Y le dijeron que pasaba Jesús Nazareno. Y dijo a voces: Jesús, Hijo de David, ten misericordia de mí. Y Jesús parándose, mandó que se lo trajesen. Y cuando estuvo cerca le preguntó, diciendo: ¿Qué quieres que te haga? Y él respondió: Señor, que vea. Y Jesús le dijo: Ve, tu fe te ha hecho salvo. Y luego vio, y le seguía glorificando a Dios. Y cuando vio todo esto el pueblo, alabó a Dios.


Dentro de esta semana de Quincuagésima se abre la puerta sacra del santuario cuaresmal. El próximo miércoles asistiremos a dicha ceremonia.

Jesús nos entreabre el secreto que se encierra la Cuaresma y nos muestra, ya hoy, el camino que con Él debemos recorrer en este santo tiempo; nos señala, hoy mismo, los misterios que van a desarrollarse ante nuestros ojos en los luctuosos días de la Pasión y los alegres de Pascua: El Hijo del hombre será entregado en manos de los gentiles..., le darán muerte, y al tercer día resucitará.

Las palabras de esta lección evangélica contienen una gran revelación, muy útil para todos. Jesús se dirige a Jerusalén, en los días próximos a la última Pascua. Camina delante de los discípulos y parece embargado por graves pensamientos. Sabe que camina a la muerte. Los Profetas habían anunciado de muy variadas formas la gloria del Mesías, pero también habían predicho la Pasión del Siervo del Señor.

Israel entendía muy bien lo primero; pero no tenía ojos para ver lo segundo. Por dos veces había hablado el Maestro a los discípulos sobre su Pasión, sin que tampoco ellos entendiesen.

Esta es la tercera vez. Aquel mismo, a quien ellos confesaron Mesías e Hijo de Dios vivo, va a Jerusalén, donde será puesto en la cruz por los gentiles, instigados por los hijos de Israel. Pero al tercer día resucitará glorioso.

Una vez más insisten los Evangelistas en que los discípulos no entendieron el misterio. La doctrina de Jesús no había logrado disipar sus prejuicios nacionales.

Nosotros sí que entendemos el misterio de la Cruz redentora, pues hemos creído en Ella y la imagen de Cristo crucificado es la más venerada por nosotros. Pero lo que no entendemos es el misterio de nuestra propia pasión.

Que Cristo, Hijo de Dios, haya muerto por nosotros, para abrirnos las puertas del Cielo, es la gran manifestación del amor misericordioso de Dios hacia nosotros. Pero que esta Cruz del Señor nos señale el camino de la vida es lo que no entendemos.

Jesucristo es el modelo de los predestinados, y Él mismo ha dicho que quien quisiera ir en pos de Él debe empezar por negarse a sí mismo, tomar su cruz y seguirle, llevándola como Él lleva la suya. El discípulo no puede ser de mejor condición que el Maestro. Si a Él le persiguió el mundo, sus discípulos no pueden estar exentos de persecuciones.

San Pablo, que tan bien entendió este misterio, hasta gloriarse en las persecuciones que pasaba por Cristo, nos ha dicho que en la medida en que seamos participantes de la Pasión de Cristo, lo seremos de su gloria, y que por muchas tribulaciones nos es preciso entrar en el reino de Dios.

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De este modo, comprendamos que la devoción a la Pasión es un deber del corazón.

Se necesitaría no tener corazón para olvidar tan gran beneficio, para mirar con indiferencia el crucifijo, trofeo victorioso de la caridad de un Dios, invención admirable de las entrañas de su misericordia, Cruz a la cual se lo debemos todo: la adopción de hijos de Dios, la gracia en la presente vida y la gloria en la eternidad.

Si un amigo hubiera dado la vida por nosotros y hubiera muerto en lugar nuestro en ignominioso suplicio, nos acordaríamos con emoción todas las circunstancias de su agonía; besaríamos con lágrimas de ternura el cuadro que nos lo representa en el momento en que padecía y moría por nosotros.

¡Cuánto más debe enternecernos el amor de Jesús crucificado!

No por amigos murió Jesús, sino por aquellos que se habían hecho sus enemigos. Y este amigo generoso, que se ha inmolado por nosotros, que somos indignos de tanto amor, es el divino Crucificado.

Con razón dice San Agustín: Si aquel que olvida el beneficio de la creación merece el infierno, mil infiernos más merece el que olvida el beneficio de la redención.

Sin embargo, ¡cuántos hay que piensan rara vez y quizás nunca en tal favor! Acostumbrados a tener el crucifijo delante de los ojos, se hacen a él insensibles; a fuerza de ver las pruebas del divino amor, se hacen ingratos.

Esa es la causa de la angustia en que vivía San Francisco de Asís, fervorosísimo amante de Jesús crucificado. Día y noche vertía lágrimas por la ingratitud de los hombres con la Cruz del Salvador, y cuando querían consolarle decía: no, toda mi vida estaré inconsolable, porque, habiendo un Salvador que les ama tanto, los hombres le aman tan poco.

No seamos del número de aquellos por los cuales lloraba el santo patriarca.

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Todo, en la religión, nos enseña la devoción a la Pasión del Salvador.

La santa Misa, que es el acto principal de la Religión, no es sino la renovación del Sacrificio del Calvario.

¡Cosa admirable! Jesucristo, queriendo inspirarnos una devoción constante a su Cruz, instituyó para hacerla imperecedera, no un Sacramento pasajero como los otros Sacramentos, sino el único Sacramento que tiene el privilegio de ser permanente; un Sacramento que poseemos día y noche en el sagrado Tabernáculo, en donde el adorable Salvador permanece en un estado continuo de víctima

Correspondamos a los deseos de un Dios que nos pide que no le olvidemos y nos lega un testamento de tan alto precio en aquellas últimas palabras que todos miramos como sagradas: Acordaos de mi muerte en el santo sacrificio.

Todo lo que vemos en la Iglesia nos predica igual devoción. La cruz está delante del tabernáculo, como el lugar que más le conviene y que más atrae nuestras miradas. Se lleva en las procesiones, corona las torres de las iglesias, se la representa en las vestiduras sagradas y se emplea como signo augusto en todas las ceremonias del culto.

El Vía Crucis atrae constantemente la devoción de los fieles.

Los Santos, en quienes se encuentra la plenitud del espíritu cristiano, han hecho de la Cruz el objeto más habitual de su piedad.

San Pablo no se gloriaba más que en la Cruz, vivía siempre unido a la Cruz y no quería saber otra cosa sino la Cruz.

San Agustín nos dice que alimentaba su alma con la meditación de la Cruz.

San Francisco de Asís no quería que los suyos tuviesen otro tema de meditación que la Cruz, y la había colocado en el lugar de reuniones de la comunidad.

San Buenaventura moraba en las llagas del Salvador. Es allí, decía, donde velo, donde tomo descanso, donde leo, donde converso, donde quiero estar.

San Francisco de Sales, a propósito del Santo Doctor, decía: Parece que cuando este gran santo escribía las efusiones celestes de su alma, no tenían otro papel que la cruz, más pluma que la lanza que había atravesado el costado de su Maestro, ni otra tinta que su preciosa sangre.

Avivemos nuestra fe y encendamos nuestro amor hacia Jesús crucificado.

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Entre las prácticas cuaresmales se destaca la del Miércoles de Ceniza.

Esta ceremonia nos invita a santificar la Cuaresma por la penitencia, la mortificación y el pensamiento de la muerte.

Bendigamos la bondad de Dios, que inspiró a la Iglesia la ceremonia de la Ceniza, para enseñarnos las disposiciones piadosas con que debemos pasar el santo tiempo de Cuaresma. Agradezcámosle tan sabia instrucción y reguémosle que nos la haga comprender y poner en práctica.

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La ceremonia de la Ceniza nos predica la penitencia y la mortificación. Desde los tiempos más antiguos, la ceniza puesta en la cabeza ha sido un emblema de penitencia y de dolor.

Nuestro Señor Jesucristo presentó la ceniza como un símbolo de penitencia cuando dijo que, si los habitantes de Tiro y de Sidón hubiesen visto los milagros obrados por Él en el seno de la Judea, habrían hecho penitencia con el cilicio y la ceniza.

Eso es lo que explica por qué la Iglesia primitiva distinguía por la ceniza a los penitentes, de los fieles, y el primer día de la Cuaresma cubría la cabeza de todos sus hijos, sin distinción ninguna, por la razón de que todo cristiano ha nacido para vivir la penitencia.

La ceremonia de la Ceniza es como un sello que nos lleva a la penitencia, de tal manera que recibir la ceniza en la cabeza sin tener la contrición en el corazón, es aparentar un sentimiento que no se tiene, es una hipocresía.

Entremos, pues, con gusto en el espíritu de penitencia desde el primer día de esta santa Cuaresma. El interés de nuestra salvación lo exige; Jesucristo lo declara formalmente con estas palabras: Si no hiciereis penitencia, todos igualmente pereceréis; y nos lo enseñó aun mejor con su ejemplo, porque toda su vida no fue sino una penitencia continua.

Todos los santos, a su imitación, han hecho penitencia, y nosotros no tenemos derecho de dispensarnos de ella. Hemos pecado mucho, y todo pecado, aunque perdonado, exige penitencia. Tenemos pasiones que vencer tentaciones que combatir, y la penitencia es el preservativo más seguro contra las unas y las otras.

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Además, la ceremonia de la Ceniza nos trae a la memoria el pensamiento de la muerte.

Nos dice hoy la Iglesia: ¡Mortales, acordaos que sois polvo y que en polvo os convertiréis!

El cristiano que oye estas palabras a los pies del altar, se presenta allí como la víctima que, sometida al fallo, viene a ofrecerse para ser, cuando quiera el soberano Árbitro de la vida y de la muerte, reducida a ceniza y sacrificada a su gloria.

Por este acto parece decirle a Dios: Señor, vengo a cumplir en espíritu lo que acabaréis en realidad. Habéis resuelto, en castigo de mis pecados, reducirme un día a ceniza. Vengo pues yo mismo a hacer el ensayo, porque desde hoy preveo el fallo de vuestra justicia y lo ejecuto.

La Iglesia, haciéndonos principiar la santa Cuaresma por esta aceptación solemne de la muerte, por el gran sacrificio de todo lo que tenemos y de todo lo que somos, nos da a entender que mira el pensamiento de la muerte como lo más a propósito para hacernos pasar santamente la Cuaresma, es decir, en el alejamiento del mal, en la práctica de la penitencia y de todas las virtudes.

En efecto, ¿quién puede pensar seriamente en la muerte y no estar siempre pronto para comparecer delante de Dios, y no velar sobre sus acciones y sus palabras, y no mortificarse para expiar sus faltas pasadas y satisfacer a la justicia divina, y no multiplicar sus buenas obras y acrecentar sus méritos, y no desprenderse de todo lo que puede durar tan poco y tener presente a cada momento las palabras de San Bernardo: Si muriera después de esta Confesión, ¿cómo lo haría?, después de esta Comunión, ¿cómo me dispondría?, después de esta conversación, ¿cómo hablaría? al fin de esta semana, de este mes, ¿cómo me conduciría?

Pidamos a Dios nos haga comprender bien esta lección de la muerte y deducir las consecuencias prácticas, propias para la santificación de la Cuaresma.

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Al mismo tiempo, la Santa Iglesia nos da una lección de humildad en la ceremonia de Ceniza

Si la Iglesia pone sobre nuestra cabeza, que es el asiento del orgullo, la ceniza, símbolo de la nada de las cosas humanas, no es únicamente para exhortarnos a la penitencia y al pensamiento de la muerte; es, sobre todo, para decirnos: Hombre orgulloso, no te vanaglories de cosa alguna; acuérdate de que eres polvo y ceniza, y que en polvo te convertirás. Del polvo y la ceniza vienes; ese es tu origen.

Y ¿será el barro digno de vanagloriarse de lo que es? ¿Podrá alzarse por su orgullo contra Aquél que, animándolo de su espíritu, lo ha elevado por su misericordia a una esfera superior a lo que fue?

Polvo y ceniza seremos bien presto, pues nos volveremos polvo; y nos volveremos, a pesar de esa susceptibilidad que de todo se ofende, de esos pensamientos de amor propio y de complacencia en nosotros mismos, de esos deseos de lucir y aparentar.

Todo esto algún día quedará reducido a un puñado de ceniza, se perderá en la ceniza y desaparecerá como la ceniza arrojada al viento, después de haber sido vil como ella, estéril e inútil como ella.

¡Qué lección de humildad tan buena para desengañarnos de todos los encantos del amor propio y hacernos entrar en estos humildes sentimientos que debemos siempre tener de nosotros mismos! ¡Qué locura querer ser estimado, honrado y glorificado, para venir a acabar al fin de todo en un poco de ceniza!

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La Iglesia nos da esta lección al principio de la Cuaresma porque sin humildad todas las mortificaciones de Cuaresma serían sin mérito.

Los fariseos ayunaban, pero como lo hacían para captarse la estimación de los hombres, lo hacían sin mérito y recibían su recompensa aquí en la tierra.

La razón es, porque estimarse uno mismo es prevaricar contra la verdad, que nos dice que somos nada, y querer ser estimado es prevaricar contra la justicia, que nos dice: A Dios sólo el honor y la gloria, para nosotros la confusión.

Sin la humildad no hay verdadera penitencia. La verdadera penitencia tiene por base el sentimiento de nuestra miseria: de allí viene la humillación del alma que, confesándose culpable, se reconoce obligada para con la justicia divina a toda clase de reparaciones y satisfacciones.

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Para ayudarnos a santificar este tiempo de Cuaresma, contemplemos a Nuestro Señor. Él, desde luego, nos lo enseña con su ejemplo. Aunque su vida fue siempre eminentemente santa, le da durante estos cuarenta días un carácter exterior de santidad completamente especial.

En efecto, pasa sus días en retiro; con lo cual quiere decirnos que pasemos nosotros un santo recogimiento, condición necesaria para oír a Dios en el fondo del corazón, estudiarle y conocerle, amarle y gozarle; y al mismo tiempo, con un espíritu de reflexión, condición no menos necesaria para conocernos a nosotros mismos y reformarnos.

Nuestro Señor dedica este tiempo a la oración, para decirnos que debemos ser más fieles en nuestros ejercicios de piedad y orar más y con más fervor.

Lo vemos someterse en este tiempo a la mortificación más rigurosa, para hacernos comprender que es necesario, durante la Cuaresma, morir a la sensualidad y a los goces y placeres, aceptar las privaciones impuestas por la Iglesia y hacer verdadera penitencia.

De esta manera, Nuestro Señor con su ejemplo nos enseña la santidad del tiempo de Cuaresma; y esta enseñanza del Salvador está confirmada con la de la Iglesia. Pues ¿por qué esas privaciones obligatorias, sino para decirnos que es necesario santificar esos días por la penitencia? ¡Bendita sea la Iglesia por esta enseñanza!

En el transcurso de la vida olvidamos tan fácilmente la penitencia, que tenemos gran necesidad de que cada año se nos hable de ella, porque nos es indispensable, sea para expiar nuestros pecados, sea para evitar las recaídas, a las cuales nuestra debilidad nos lleva infaliblemente.

A estas enseñanzas sobre la obligación de pasar santamente la santa Cuaresma, añádese una razón poderosa, sacada de los grandes misterios de la Pasión y Resurrección del Salvador, para los cuales la Cuaresma sirve de preparación, pues el fruto de estos misterios debe ser la muerte a nosotros mismos y una vida nueva toda en Dios y por Dios.

Estos misterios sólo producirán estos frutos en nosotros, si la Cuaresma es verdaderamente santa.

Recibiremos la abundancia de gracias agregadas a su celebración, si llegamos bien dispuestos al fin de la santa Cuaresma; pero, por el contrario, no tendrá esto lugar, si tenemos la desgracia de pasar días tan santos en la disipación y la irreflexión, en la cobardía y la tibieza.

Comprendamos bien la santidad de este tiempo y la necesidad de pasarlo mejor si cabe que los tiempos ordinarios del año.

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Los medios indicados para santificar la Cuaresma son:

1°) Es necesario dedicarnos más a la perfección de nuestras acciones ordinarias durante estos santos días: hacer mejor nuestra oración y demás ejercicios espirituales; emplear mejor nuestro tiempo y vigilar más nuestras palabras; dar a cada una de nuestras acciones una perfección mayor y ofrecérselas a Dios en unión de la penitencia de Jesús en el desierto, en expiación de nuestros pecados y de los pecados de todo el mundo.

2°) Es necesario ser puntual en el ayuno y abstinencia que prescribe la Iglesia, o si no se puede o se ha obtenido dispensa, es necesario suplirlos por la mortificación interior, haciendo ayunar la voluntad por el espíritu de abstinencia y de privación; el carácter, por una suavidad siempre igual; el paladar, por la privación de ciertas sensualidades de ninguna manera necesarias; los ojos, por la modestia de las miradas; todo el cuerpo, por la modestia de la postura y del andar; del interior, en fin, por la supresión de pensamientos inútiles, imaginaciones vanas, deseos desordenados por los cuales el corazón se deja llevar, si no se le sujeta.

3°) Es necesario sobrellevar de buena gana las cruces que Dios nos envía, como las enfermedades, el soportar los caracteres, defectos y voluntades contrarias.

4°) En fin, nos es necesario determinar un defecto especial que trataremos de reformar durante la Cuaresma. Este es, dice San Crisóstomo, el mejor de todos los ayunos, porque sus frutos son durables, no solamente por todo el año, sino hasta la eternidad.

Tomemos, pues, la resolución de guardar mejor nuestro corazón y nuestros sentidos contra el pecado y la disipación; de dedicarnos en este tiempo a la reforma del defecto que sea más importante corregir en nosotros.

Tengamos en cuenta las palabras de San Pablo: Llegado es el tiempo favorable, llegado es el día de la salvación.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Pogan algo sobre la renuncia del Papa, che...