lunes, 18 de junio de 2012

Como decíamos ayer

ESTAMOS EN DEMOCRACIA (1)
  
  
La intranquilidad en el desorden
  
En los días que corren es ya un penoso lugar común aludir a la inseguridad pública en que se vive. Los medios masivos de comunicación, pese al rígido control oficial al que están sujetos, no pueden evitar las noticias delictivas que se suceden periódicamente y desbordan los cauces habituales. Delitos cuya perversión y crueldad no reconocen mayores antecedentes locales, y cuya frecuencia, modalidad y autoría hablan a las claras de una degeneración creciente y de una impunidad alarmante. Sin necesidad de abundar en detalles, cualquier observador advierte que la situación es virtualmente inédita y que nunca como ahora la corrupción y el vicio campearon tan libremente, sin límites ni frenos. Las consecuencias han empezado a sentirse no sólo en el estado de acobardamiento de la población, consciente de que puede ser víctima de los peores atropellos con escaso o ningún margen de defensa, sino también en la vulnerabilidad de las fuerzas del orden, las cuales, siendo el blanco predilecto de las agresiones, están inmovilizadas moral y jurídicamente por la malhadada ética oficial de la no represión. Las cosas están torcidas de tal modo que lo único reprimido es la legitimidad de reprimir. Las garantías privilegian a los victimarios, el repertorio de derechos. a los culpables, y la sanción social —alimentada por los mass media— se dirige contra cualquier hombre de las fuerzas de seguridad que apele a la razonable metodología de la pólvora. La inhibición policial es cada vez más notoria, y si sus cuadros son sobrepasados por los maleantes no es tanto por la superioridad que da la sorpresa y la imprevisibilidad de los ataques, sino por la parálisis espiritual y el desgano vocacional de las instituciones armadas, objeto de cuantas calumnias y desprestigios se han lanzado a rodar deliberadamente. Se registra en ellas una tácita aunque generalizada sensación de nadar contracorriente, en una sociedad que pasa cada vez más indiferente y comprensiva ante los exponentes de todas las mugres y lacras, pero que está pronta a zaherir, a enjuiciar o a insolentarse contra quienes representan el cuidado del orden. Si por acaso de las circunstancias, los malvivientes llegan a prisión, salen a poco de ingresar, amparados en un laberinto de disposiciones absurdas o en la misma indigencia en que se encuentran las estructuras castrenses. Y en rigor, la detención tampoco ofrecería un control definitivo, habida cuenta del récord de amotinamientos y fugas, cuando no de la supresión o acortamiento de penas. La indefensión, en suma, se ha hecho norma y hábito; La intranquilidad en el desorden la mejor prueba de que la mentada paz ni existe ni es posible en el caos. La injusticia general es el resultado.
  
La culpabilidad del Régimen
  
No pudiendo tapar la realidad, los personajes del oficialismo han balbuceado explicaciones. Ninguna de ellas convincente, por cierto, y contradictorias casi siempre, terminan apelando a la logomaquia y la vanilocuencia en la que son peritos consumados. Muchas de sus declaraciones moverían a risa si mientras ellas ocurren no estuviera muriendo alguno, atacado a mansalva en cualquier tren o en algún recodo de su camino habitual. Las explicaciones del Régimen buscan salvar su responsabilidad, minimizar los males y diferir los deberes y los cargos. Pero la verdad es que agotada la argumentación de la “mano de obra desocupada” u otras similares, el patoterismo no se perfila como resabio de ningún autoritarismo sino como asomo del recuperado estado de derecho. La delincuencia es el otro nombre de la democracia. Se dirá que tales males existían ya en tiempo del Proceso. La verdad es que como aparecen hoy no los vimos con anterioridad aún con gobiernos civiles. Pero valga recordar que aquel período procesalista no solo no fue la negación de la democracia sino que constituyó la antesala de su funcionamiento “moderno, eficiente y estable”. Fue su objetivo declamado y buscado, como esto es su continuidad lógica acentuada. Proceso y Alfonsinismo no sólo se encuentran en Rockefeller sino también en la intangibilidad de un Timerman y en la preservación de las causas y los agentes de la subversión cultural.(2)
  
Entre tanto, los ideólogos que nos decían que los males de la libertad se curan con más libertad, deberán reconocer que la dosis no fue precisamente curativa. Los que auspiciaban una alborada de sosiego después de la “dictadura”, convendrán que ya son muchos los que recuerdan que otrora, al menos, cada uno bajaba del ferrocarril voluntariamente. Los que insisten en señalar estos sucesos como remanentes del pasado golpista, tendrán que aceptar la insuficiencia del actual sistema para acabar con ellos, y sobre todo, con los golpes en la acepción literal del término. Los que inoportunamente insistan en alegar que tales sucesos son nuevos, serán acusados de conspiradores, o bien castigados con la pena de regresar solos a sus domicilios después de las 22 horas; y los que disculpan todo alegremente como alborotos propios de la restablecida civilidad, hallarán que los numerosos damnificados de tales repúblicos alborotos, no pudieron preservarse de las heridas con ningún gorro frigio, Los otros, que como parte del camino de reconciliación nos predicaban que “no se puede ceder en la defensa de la libertad aún con los peligros que ello encierra” porque “la soberanía de una nación es según la medida de la libertad de sus ciudadanos”, tendrán que instruirnos con prontitud con alguna Pastoral del Andén para que aprendamos a sobrellevar píamente los peligros y los riesgos en aras de la estabilidad constitucional.
  
Pero no hay más explicación que la ya dada en tantas ocasiones desde estas mismas páginas: esto es la democracia; esto es su funcionamiento y su plenitud, no su patología o sus debilidades. Esto es el resultado del permisivismo y del hedonismo propuestos como estilo de vida, de la liberación declamada, del desenfreno consentido, de la impudicia ostentada, de la blasfemia difundida, de la irreligiosidad elevada al rango de los valores normativos, del pedagogismo muchachista, del culto irresponsable por lo horrible, por el todo vale, por la demencia como éxtasis, la iracundia como catarsis y la promiscuidad como conducta. Esto es el resultado de la pornografía tolerada, de la aquiescencia para con tantas repugnancias, de la homologación de los invertidos con los hombres de bien, del anarquismo acertado cual opción y costumbre, de la basura rockera impuesta como folklore nacional con su carga explícita de virulencia endiablada y obscena. Eso es el resultado de la vista gorda y de la manga ancha ante tanto asco público y notorio; de tanta venia a la marginalidad y a las modas desquiciantes, de tanto elogio “maduro” a la eliminación de la censura cinematográfica como el que editorializó “La Nación” del 25 de enero en su balance de la gestión Gorostiza, tal vez por no haber releído las importantes declaraciones que le publicara trece días antes a María Elena de las Carreras, quien renunció a su puesto en la Comisión Asesora de Exhibiciones Cinematográficas denunciando entre otras verdades “el mal que le está haciendo a la minoridad la permisividad actual”.
  
Más todo esto que señalamos es, obviamente, el resultado de que gobiernen los abogados de la guerrilla, los colocadores profesionales de bombas, los cancilleres de la pederastía, los defensores del destape, los agentes de los organismos marxistas, los turiferarios de la contracultura, los novelistas de baratijas y ruindades, los promotores de la revuelta estudiantil, los periodistas, cantautores y actorzuelos de la decadencia, los que han “seducido a la hija de un portero” o invertido la Cruz sacrílegamente, los artífices de la rebelión de la nada y los desvergonzados hacedores de papelones. Gobierno de los peores no puede generar virtudes cívicas. La oclocracia repele la aristocracia como a su opuesto irreconciliable.
  
“Satán al poder”
  
Esos jóvenes que asaltan, saquean y violan, esos menores que drogados y alucinados cometen cobardemente las peores tropelías, esas barras depredadoras y asesinas, responden al criterio del ¿por qué no? que bien señalaba Gambra como síntoma de la insensatez moderna. ¿Por qué no he de hacer, decir, pensar, experimentar y desear lo que me plazca?, ¿por qué no he de realizar para mi gusto, satisfacción, deleite, pesadilla o capricho lo que se me de la gana?, ¿por qué no he de inventar infinitos por qué no, hechos a mi medida y arbitrariedad?, ¿por qué no, silo único prohibido es prohibir?, como repiten sin saber que desnudan así su esclavitud a las pasiones. Pero este ¿por qué no? es la premisa y el banderín de la democracia. Los derechos del yo, el imperativo categórico, la autosuficiencia del juicio individual, la razón del éxito y del número, el antropocentrismo, el no estar obligados a nada, el “laissez faire, laissez passer”, la bondad natural, y el no tener que rendirle cuentas a nadie después de la muerte. Si el ¿por qué no? del liberalismo todavía conservó ciertas fronteras para asegurar su supervivencia, el de la socialdemocracia ya no puede hacerlo, entrampada como está en su dialéctica de la apariencia sin ser y en el afán de profundizar la Revolución Permanente. Por eso resulta estúpido que se quiera combatir tanto daño pidiendo documentos a los “sospechosos” en la vía pública. Es como atacar al Partido Comunista y programar un viaje a la Unión Soviética… o como haber llamado imberbes en Plaza de Mayo a quienes se entronizaba con pilosidades y todo en los despachos oficiales. La Revolución se come a sus propios hijos, y un día el ¿por qué no? se lo preguntarán frente a los cadáveres de quienes les enseñaron el fatídico interrogante.
  
La historia de la marginalidad y la delincuencia juvenil, es la historia de aquellos países que nos han precedido en la consumación de la socialdemocracia. Hipsters, beatniks, blouson noirs, teen-agers, outsiders, rockers, teppisti, black rumblers, halbstarken o como quiera que se los haya llamado, revelan una idéntica situación de putrefacción y prostitución del Orden Natural en la Ciudad. Aquí y ahora, no termina de acostumbrarnos. Mañana serán parte del paisaje, sus aberraciones seguirán en aumento y como en aquellas pobres naciones apóstatas degeneradas material, espiritual y hasta racialmente, aparecerán los teóricos del pluralismo que legitimen su existencia y su fisonomía porque estamos en democracia. El programa del envilecimiento argentino ha logrado instalarse en los meandros mismos de la sociedad y de sus gobernantes. Los planificadores del resentimiento y del nihilismo saben bien lo que hacen, y el mercado de miserabilidades les deja además buenos dividendos.
  
Hace unos días, en la última semana de enero, los periódicos narraban como uno de los tantísimos ataques patoteros se había consumado tres veces consecutivas al grito enajenado y terrible de ¡Satán al poder! Lastimaron seriamente a hombres humildes, en horarios normales, sin robarles nada, por el solo afán de agredir. Sus vestimentas, apodos y poses reiteraban —con esa uniformidad que dicen detestar pero en la que caen maniáticamente— las del mundillo de los punks con todo su vaho canallesco y bastardo. No son emergentes de la represión sino de los defectos de la misma. No son hijos de la censura sino de su ausencia. No son efectos del “país jardín de infantes” sino de la república prostibularia de los festivales de rocks, de los comités y de las pintadas insultantes en los templos.
 
Pero aún siendo coherentes con sus gritos arrebatados, ignoran esos infelices que no necesitan postular la candidatura de Satán. Hace rato que se enseñorea sobre esta tierra y la destruye. Hasta que en el nombre de Dios y de la Patria, por nuestros padres y por nuestros hijos, nos decidamos a forjar con sangre ese “paraíso difícil, vertical, implacable”, que “tenga junto a las jambas de la puerta, ángeles con espadas”.
  
Antonio Caponnetto
  
Notas:
(1) El siguiente artículo fue publicado en “Cabildo” Nº 97, Segunda Época, Año X, perteneciente al mes de febrero de 1986. Algunos párrafos fueron transcriptos con anterioridad en este Blog; ahora lo posteamos completo.
  
(2) Hemos escrito muchas veces en aquellos años alertando y denunciando la subversión cultural y moral, así como sobre las consecuencias que acarrearía su continuidad y radicalización. Recordamos, por la particular inquietud que nos causó su lectura, un comentario bibliográfico a un libro de Ernesto Cadena en el que indicábamos la amenaza de esta violencia marginal de los “punks” y otras modas underground (cfr. “Cabildo”, Segunda Época, julio de 1980, Año V, Nº 35, pág. 33). No fue la única vez y, como es de rigor, el Nacionalismo abundó en anticipaciones que quienes debieron escuchar no escucharon. Valga recordar también que en 1979, Enrique Díaz Araujo publicó su valioso trabajo “La Rebelión de los Adolescentes”, cuyo contenido alcanza hoy un alto tono realista y prefigurador de los males que vivimos.
  

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