viernes, 13 de abril de 2012

Históricas

PEARL HARBOR:
EN BUSCA DEL INFAME
   
   
La actitud desesperada de Japón previa a la guerra fue descripta por el propio general Douglas Mac Arthur: “Encerrados en los estrechos límites de sus cuatro islas principales, los japoneses apenas podían alimentar a su enorme y creciente población.  Equipados con una fuerza laboral espléndida, carecían de las primeras materias indispensables para su incrementada productividad […] Sin los productos que estas naciones poseían —las ocupadas— su industria se habría venido abajo, se hubieran quedado sin empleo millones de trabajadores y el desastre económico que esto representaba los habría precipitado a la revolución” (Memorias).
   
Roosevelt había vencido en su reelección con un contundente discurso pacifista.  Conocedor de la determinación de neutralidad del pueblo americano y mucho más astuto que su contrincante republicano, proclamó en su campaña política: “Yo os juro solemnemente, madres y esposas americanas, que vuestros hijos y maridos no serán mandados a luchar en tierras extranjeras”.
 
Poco tardaría en quebrar su juramento.
  
Inmediatamente después de ser reelegido, el presidente americano comenzó a desarrollar todo tipo de actividades en apoyo de los ingleses, conductas éstas que, en muchos casos, importaron verdaderos actos de beligerancia.  Bien recuerda el inobjetable testimonio del mariscal Montgomery que: “Roosevelt trató por todos los medios de que Estados Unidos entrara en la guerra…” (Hacia la cordura).
   
La actitud de Estados Unidos distaba mucho de ser la de un país neutral.  Estaba sosteniendo militar y económicamente a los principales enemigos de Alemania —Inglaterra y la URSS—; buscaba establecer bases militares en distintos enclaves extranjeros para “la defensa de occidente”; no cejaba de presionar sobre el gobierno de Japón y transmitía permanentemente información de inteligencia a los ingleses, todo ello a espaldas del propio pueblo americano.
   
Esta postura de Roosevelt llevó al senador americano Wheeler a sostener que “Alemania dispone de todas las excusas y motivos que quiera invocar para atacarnos”.
   
Recuerda el Almirante Robert Theobald que “Dado que el pueblo norteamericano se oponía tan vigorosamente a la guerra era necesario forzar a una de las potencias del Eje a combatir contra Estados Unidos y esto en una forma tal que despertara en la población norteamericana la creencia profunda e íntima de la necesidad de luchar” (El secreto final de Pearl Harbor).  El objetivo de Roosevelt era acorralar a los japoneses e imponerles la guerra como única opción.  Comenzó así su política de embargos.  John M. Collins considera que “La sorpresa económica que resultó del inesperado embargo de Estados Unidos sobre el hierro y el acero hizo tambalear al Japón antes de Pearl Harbor” (La gran estrategia).
  
Según Theobald, Roosevelt fijó los pasos que lo llevarían a su meta: presionó diplomática y económicamente a Japón, imponiendo una escalada que culminó el 25 de julio de 1941 cuando, conjuntamente con Gran Bretaña y Holanda, suspendió su comercio con la isla y estableció sobre ella un cerco económico; se comprometió con Gran Bretaña a prestarse asistencia recíproca frente al ataque que, contra ellos o un tercer país, efectuara Japón en el Pacífico; a pesar de los consejos en contrario de los mandos navales, retuvo una pequeña y débil flota en Hawai invitando a un ataque sorpresivo japonés; ocultó a los mandos militares en Pearl Harbor mensajes japoneses descifrados que hablaban de un guerra inminente y tenían a esa base naval como un objetivo muy probable.
   
De haber impuesto a los jefes de estas novedades, habrían tomado medidas de defensa que podrían haber desalentado el intento de Japón.
   
El acto final de la asfixia a que fue sometido Japón fue la determinación de Roosevelt de negarles el petróleo.  Cerrados los mercados habituales, tampoco pudieron acceder al vital combustible en Colombia, Venezuela o México, países estos que fueron presionados por los Estados Unidos a fin de que se alinearan con su posición.  En el particular caso de Venezuela, la principal empresa explotadora del petróleo era la “Standard Oil”, propiedad del trust Rockefeller, por lo que poco costó suspender toda negociación con Japón.
   
Sobre estas determinaciones, dijo Churchill: “La drástica aplicación de sanciones económicas el 26 de julio de 1941 precipitó la crisis interna de Japón.  Evidentemente los embargos significaban la estrangulación del Japón.  En el transcurrir del tiempo comprobé los tremendos efectos de los embargos decretados el 26 de julio por Roosevelt.  Nuestro embargo conjunto está forzando al Japón a decidirse por la paz o la guerra con nosotros, aunque más bien creo que se dejará arrastrar a ella” (“Memorias”).
  
En un interesante trabajo efectuado  por la prensa argentina una década atrás, Antonio Monda comenta una obra de Gore Vidal —personaje que conoció muy de cerca políticos como Roosevelt, Truman, Kennedy y otros—: “sostiene una tesis que pocos en Estados Unidos tienen el coraje de enfrentar: el ataque contra Pearl Harbor fue provocado por el presidente Roosevelt, quien ignoró las propuestas de conciliación ofrecidas por el primer ministro nipón Koyone y encontró en el general Hideki Tojo un respaldo perfecto para sus planes de guerra.  Según Vidal, Roosevelt estaba perfectamente al tanto del lugar y la hora del ataque, pero actuó de manera que la transmisión de alertas llegara tarde, sacrificando así a tres mil hombres para poder desatar una guerra no querida por su pueblo” (“Clarín”, 20 de mayo de 2001).
  
El propio Gore Vidal sostuvo en ese reportaje que: “Era un hombre de una gran inteligencia —Roosevelt— que hizo mucho por nuestro país, pero también una persona de una ambición desmedida y de una profunda inmoralidad, consciente de que la guerra lo mantendría en el mando... sin esa masacre, que definió como infame, pero que él mismo provocó, no se habría producido la intervención al lado de Inglaterra…  Salvo raras excepciones no hay moral entre los políticos y no se observa una diferencia sustancial entre los demócratas y los republicanos”.
   
Avanza el escritor norteamericano sobre las denominadas “operaciones de prensa” al sostener: “Lo desafío a darme el nombre de un corresponsal en Washington del The New York Times que no se declare en línea con el gobierno.  Le garantizo que perdería el puesto… en ese momento específico la relación con la prensa alcanzó puntos extremos.  Roosevelt y el general Marshall, que sabían el momento del ataque con dos semanas de anticipación, convocaron a los principales directores de los diarios, pidiéndoles que mantuvieran silencio en caso de que filtrara la noticia.  Los periodistas respetaron el pedido y se sintieron desconcertados cuando se enteraron de que Marshall no había puesto en alerta previa a las sedes del Sudeste asiático…”
   
Las comunicaciones de seguridad japonesas se realizaban a través del habitual sistema del código cifrado, denominado “Código Púrpura”.  A su vez, el reconocimiento de los mensajes japoneses por parte de los Estados Unidos fue denominado “Magia”.  Los norteamericanos habían descriptado íntegramente todo el sistema de comunicaciones japonés.
   
Conforme señala Theobald en su obra, doce eran las autoridades nacionales de los Estados Unidos a las que los servicios de inteligencia le entregaban una copia de “Magia”, incluyendo a Roosevelt, los secretarios Hull, Knox, Stimson y el general Marshall.
    
El primer alerta llegó a Washington el 27 de enero de 1941, el embajador estadounidense en Japón informó que el Ministro del Perú manifestó a personal de su embajada que por diversas fuentes —incluso japonesas—, había tomado conocimiento que, en caso de surgir dificultades entre Japón y los Estados Unidos aquellos efectuarían un ataque sorpresivo sobre Pearl Harbor, con todos los medios disponibles.
   
Según Theobald, el 15 de noviembre de 1941, se descifra un mensaje de Japón informando a su cónsul en Honolulu que “Como las relaciones entre Japón y Estados Unidos son sumamente críticas, envíe en forma irregular sus partes sobre «buques en Pearl Harbor» si bien a un ritmo de dos por semana” y que en la noche del 6 de diciembre, el Presidente Roosevelt fue impuesto del contenido del último mensaje recibido: “...éste se hallaba en su escritorio con Mr. Hopkins.  Después de leer las 13 partes.  Levantó la vista y expresó: «esto significa guerra».  Quiso hablar por teléfono con el almirante Stark; pero se le dijo que el almirante estaba en el teatro.  No se mencionó ningún otro llamado telefónico.  Nada se habló con respecto a una advertencia a la Flota…” (“El secreto final…”).
   
La advertencia de un posible ataque japonés a Pearl Harbor le llegó al almirante Kimmel —jefe de la base— ocho horas después de iniciado el mismo.
  
No obstante, la mayoría de las comisiones formadas para discernir responsabilidades —la más famosa de ellas: “Comisión Roberts”— imputaron, como era de esperar, al jefe de la base, almirante Kimmel y al jefe de la guarnición del ejército en Pearl Harbor, general Short.
   
Años después, un integrante de la “Comisión Roberts”, el almirante William H. Standley, publicó el artículo “Más sobre Pearl Harbor”: “…tanto al general Short como al almirante Kimmel se les negaron todos los derechos usuales acordados a ciudadanos norteamericanos que se presentan ante procedimientos judiciales como partes interesadas…  El «incidente» que ciertos altos funcionarios de Washington habían buscado tan asiduamente con el objeto de conmover al pueblo de los Estados Unidos para la guerra con las potencias del eje, había sido por fin encontrado.  El costo, 1923 hombres del Ejército y de la Marina muertos…”
   
El legendario almirante W. F. Halsey, comandante del portaaviones “Enterprise”, afirmó “Si hubiésemos conocido el continuo y minucioso interés del Japón en saber en detalle la exacta ubicación y los movimientos de nuestros buques en Pearl Harbor, según lo demostraba en los mensajes «Magia», es enteramente lógico que habríamos concentrado nuestros pensamientos y nuestros esfuerzos para contrarrestar el ataque a Pearl Harbor, del que hubiéramos tenido prácticamente la certidumbre” (Prólogo de “El Secreto Final…”)
   
Si alguna duda queda sobre lo ocurrido, la disipa por el secretario de guerra Stimson en su “Diario”: “La cuestión era cómo debíamos maniobrarlos (a los japoneses) para llevarlos a la situación de disparar el primer tiro sin que el peligro para nosotros fuese demasiado grande”.
   
Así fueron los hechos.  Mientras tanto, las campañas políticas y de prensa desplegadas durante tantos años y la acción psicológica que ellas implementan, harán que los 7 de diciembre se siga conmemorando el “Día de la infamia”… aunque muchos tengan muy en claro quién fue el verdadero infame.
   
Carlos García
   

5 comentarios:

Anónimo dijo...

Hmmmm! No habra pasado algo parecido el 11/9/01 con las Torres Gemelas??

Anónimo dijo...

Sólo un pobre mal parido, eso fue Roosvelt - o como quiera que sea su verdadero apellido-, por más presidencia a la que haya trepado. Que cosechen los suyos lo que él ha sembrado.

Anónimo dijo...

¿Qué más hace falta para que el mundo entienda?¿Qué poder acalla estos testimonios de los propios militares americanos?.

justhernan dijo...

Que se podía esperar de estos masones inescrupulosos, como Roosvelt y Churchil. Sabía lo del petroleo, pero no sabía lo del acoso previo con el acero y el hierro, y que el bloqueo había sido tan contundente.

Anónimo dijo...

Es la misma metodología de siempre:
un día se llamó Fort Austin, otro acorazado Maine, otro Pearl Harbor, otro Torres Gemelas...y el próximo cómo se llamará?