domingo, 30 de diciembre de 2012

Sermones y homilías


DOMINGO DE LA
INFRAOCTAVA DE NAVIDAD


Su padre y su madre estaban admirados de lo que se decía de él. Simeón les bendijo y dijo a María, su madre: “Este está puesto para caída y elevación de muchos en Israel, y para ser señal de contradicción. Y a ti misma una espada te atravesará el alma, a fin de que queden al descubierto las intenciones de muchos corazones”.
Había también una profetisa, Ana, hija de Fanuel, de la tribu de Aser, de edad avanzada; después de casarse había vivido siete años con su marido, y permaneció viuda hasta los ochenta y cuatro años; no se apartaba del Templo, sirviendo a Dios noche y día en ayunos y oraciones. Como se presentase en aquella misma hora, alababa a Dios y hablaba del niño a todos los que esperaban la redención de Jerusalén.
Así que cumplieron todas las cosas según la Ley del Señor, volvieron a Galilea, a su ciudad de Nazaret. El niño crecía y se fortalecía, llenándose de sabiduría; y la gracia de Dios estaba sobre él.

Estamos ante el misterio de la Profecía de Simeón. Misterio venerable, dice Bourdaloue, en que descubrirnos lo que encierra nuestra religión, no sólo de más sublime y divino, sino de más edificante y tierno: un hombre Dios ofrecido a Dios; el Santo de los santos consagrado al Señor; el sumo Sacerdote de la Nueva Alianza en un estado de víctima; redimido el mismo Redentor del mundo; una Virgen purificada; y una Madre, en fin, inmolando a su Hijo... ¡Qué prodigios en el orden de la gracia!

El misterio de la Profecía de Simeón está estrechamente ligado, en un solo cuerpo de narración, con los de la Presentación de Jesús y la Purificación de María que se conmemoran el día dos de febrero.

Este sería un texto inagotable de enseñanza y de admiración; consideremos solamente sus puntos principales.

¡Qué retrato el de ese santo anciano Simeón! Cada palabra es una pincelada. Era un hombre justo, expresión que no tanto refleja una virtud como la fusión de todas las virtudes naturales y sobrenaturales en perfecta conciliación. Este carácter general de la virtud de Simeón está admirablemente realzado por el rasgo que viene en seguida: en medio de tan perfecto mérito era timorato.

El que había encanecido en la justicia, había granjeado bien, al parecer, el derecho de hacérsela a sí mismo, y descansar al fin de su carrera en la confianza de que iba a recibir su galardón. Pero no; tenía esa cualidad que sólo parece convenir a los que comienzan a recorrerla: era timorato.

¡Qué delicadeza y qué pureza de conciencia no revela este rasgo! Era justo y timorato... Y esperaba el consuelo de Israel. ¿Qué hacia tan tarde en la vida? Esperaba; esperaba al Redentor; esta era su ocupación, su profesión, su razón de ser, su misma vida... Era un expectante de Jesucristo.

Cierto, no era él solo el que esperaba; toda su nación, todo el Oriente, todo el mundo romano aguardaba en aquella época al que, diez y ocho siglos antes habían los Patriarcas llamado la Expectación de las Naciones; pero lo aguardaba con otro espíritu, con el espíritu de Abraham, de Isaac y de Jacob; con el espíritu de Job y de Moisés; con el espíritu de los Profetas y de todos los Santos de la Antigua Ley; con el espíritu, en fin, que hacia decir al mismo Redentor, objeto de esta grande expectación: En verdad os digo, que muchos Profetas y Justos desearon ver lo que vosotros veis, y no lo vieron, y oír lo que vosotros oís y no lo oyeron.

Todo ese espíritu de los Justos de la antigua Ley había pasado al Santo anciano; era su venerable personificación. Esto es lo que vemos confirmado por este nuevo rasgo, y el Espíritu Santo estaba en él. Juzgad por aquí de las santas disposiciones de su alma.

Por eso era justo y timorato, y esperaba el consuelo de Israel, ligado a la vida por sola esta esperanza, desprendido de todo lo demás, y haciéndose más y más digno de este divino Objeto de sus deseos, hasta ser él mismo, en el templo, como otro templo santificado por la presencia continua del Espíritu Santo.


Pero en fin, ¿le será concedida esta gran dicha? ¿Será más afortunado que sus padres que no vieron al Deseado de las colinas eternas más que en espíritu o esperanza; más que Job, quien decía: Creo que mi Redentor está vivo, y que en el día postrero me levantaré de la tierra, y seré nuevamente vestido de mi piel, y le veré en mi carne?

Llegado al último confín de los tiempos antiguos, ¿le será dado ver la aurora de los tiempos nuevos, ser el último y el primero, el último de la Ley de Moisés, el primero de la Ley de la gracia de Jesucristo; Judío por su religión, Cristiano por su amor y su gratitud?

Sí, porque el Espíritu Santo le había revelado que no vería la muerte, sin haber antes visto al Cristo del Señor; y la muerte cedía en su favor el paso al que era la Vida.

Con esta confianza, pero ignorando el afortunado instante en que se realizaría, movido de un Santo presentimiento, viene al templo cuando el padre y la madre de Jesús le llevaban a Él. Y al punto, de una ojeada infalible, reconoce en este Niño al Salvador del mundo; y con un movimiento rápido como el amor, le toma él mismo en sus brazos, y apretándole sobre su corazón, dice mirando al cielo, ese Nunc dimittis servum tuum, Domine, que tantos labios repetirán después como la suprema expresión de la satisfacción del alma.

Ahora, Señor, deja morir en paz a tu siervo, porque vieron mis ojos al Salvador que Tú nos has dado. Como yo no hacía otra cosa que esperar esta alegría, ya no tengo por qué vivir, ahora que la he gustado, ahora que todo es nada para mí en su comparación, y que la muerte no hará más sino envolverme en ella y sellarla para siempre en mi corazón. Incluso tengo prisa de huir de todo cuanto pudiera hacérmela perder, y de ir cuanto antes a llevar su Evangelio a mis padres, a hacerles saltar de júbilo con la venida de ese Salvador en cuya esperanza se durmieron, que vendrá en breve Él mismo a despertarlos, y cuyo feliz precursor voy a ser para ellos: sí, ahora, Señor, deja morir en paz a vuestro siervo.

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Tal es la maravillosa figura de Simeón; y de la boca de este Santo Patriarca va a salir la profecía de las grandezas de Jesús y de su divina Madre. Admiremos la economía constante de Dios en orden a María y a Jesús, que es la que usa con todos los cristianos. María y Jesús, en el misterio de la Purificación y de la Presentación, buscan la oscuridad y la humillación, y encuentran el esplendor y la gloria.

Sus propias humillaciones los elevan. María, Virgen, sacrifica su reputación de Virginidad; Madre, sacrifica su Hijo, y he ahí que, por un encuentro providencial, ese Hijo, levantado en brazos de Simeón, es proclamado Salvador del mundo, y María también, restablecida y conservada en la gloria de su divina Maternidad, que había querido ocultar con el velo de la condición más humillante, es, además, declarada solemnemente Coadjutora de nuestra Redención.

Esto resulta de la profecía de Simeón. En la parte primera de esta profecía, es Jesús proclamado Salvador del mundo, y ¡con qué arrebato!, ¡con qué brillo!: Mis ojos vieron al Salvador, que nos has dado. Y puesto a la vista de todos los pueblos, la luz que ha de alumbrar las naciones y gloria de tu pueblo Israel. Estas palabras lo dicen todo, iluminan completamente el horizonte del Cristianismo y descubren sus más lejanas profundidades. En presencia de semejante profecía, la incredulidad no tiene excusa razonable.

El Evangelio añade: Y el padre y la madre de Jesús se maravillaban de las cosas que se decían de él. ¡Admiremos la admiración de María! Notemos que todas estas relaciones están hechas por Ella misma, única por quien San Lucas las supo... ¡Guardémonos, pues, de creer que esa admiración fuese una admiración de sorpresa, por parte de la que había recibido ya los homenajes del Ángel, de Isabel, de los Pastores y de los Magos, y había también cantado en el Magníficat que todas las generaciones la llamarían Bienaventurada!

Es preciso juntar esta admiración con lo que en otro lugar se dice, que María conservaba todo lo que sabía de su Hijo y lo repasaba en su Corazón. Porque la admiración de que se habla en este misterio, no es una admiración pasajera, sino una admiración estable y permanente que servía de alimento continúo a su espíritu.

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Pero Dios no será vencido en este combate entre la humildad de María y la gloria con que la persigue. He aquí, en efecto, que Simeón los bendijo... ¿A quiénes bendijo? Al padre y a la madre de Jesús. Pero luego dice a María su Madre... A María sola dirige Simeón la segunda parte de su profecía...

¿Por qué así? ¿Por qué no continúa hablando al padre y a la madre de Jesús, o incluso al padre solo, como cabeza y representante del destino de Jesús? Porque con ello es directamente manifestada la divina Maternidad de María, declarada ya por la proclamación de la divinidad del Salvador.

Pero había otra razón para dirigirse a María, razón que añade una nueva gloria a la de su Maternidad: la gloria de Corredentora del mundo con Jesucristo; esa gloria que tanto es negada hoy en día y que tanto se nos echa en cara le atribuyamos. Con esta intención se dirige Simeón a María solamente y le dice: He aquí este ha sido puesto para la ruina y la resurrección de muchos en Israel y como blanco de la contradicción, y aun tu misma alma será atravesada de una espada, para que se descubran los pensamientos de muchos corazones.

Después de todas las otras profecías, esta debe causar una impresión profunda. Predecir la gloria y el reino eterno de Cristo en el mundo, es una profecía ciertamente maravillosa; mas predecir que este imperio de Cristo será atacado siempre, que será el carácter de su destino el ser siempre controvertido, siempre discutido, y ser la gran señal de contradicción entre los hombres, para su pérdida o su salvación..., ¡he allí lo que causa admiración! El cumplimiento de esta profecía es tan manifiesto como prodigioso. Comienza en el mismo nacimiento de Jesucristo. Le vemos rechazado en Belén y reducido a la morada de animales, pero celebrado por Ángeles y adorado por los Pastores. Le vemos buscado por los Magos que vienen de lejos a adorarle, mas perseguido por la espada de Herodes, y obligado a huir lejos para evitarla....

Todo el resto de su vida es un puro encadenamiento de las mismas vicisitudes: es siempre el blanco de la contradicción de los judíos, de sus cuestiones, de sus alternativas de alabanza y anatema, desde el Hosanna hasta el Crucifige...

¿Hasta cuándo nos has de tener suspensos? le dicen... Si eres Cristo, dínoslo claramente... ¡Cuántos otros han estado desde entonces suspensos, relativamente al que es el objeto de dudas para muchos!

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Esta es la causa de que Jesucristo esté puesto para la ruina y la resurrección de muchos; porque prueba las almas, y las pone en el trance de declararse en pro o en contra de la Verdad, para que se revelen los pensamientos de muchos corazones. No podía ser ocasión de mérito y resurrección para los que le reciben, sin serlo de crimen y ruina para los que le repelen....

¡Cuántos hay que al parecer no creen en Jesucristo y, sin embargo, confiesan la verdad de esta sentencia y la divinidad de su autor por el odio que la profesan! Porque no le aborrecen sin motivo. Y ¿por qué le aborrecen, sino porque la luz vino al mundo, y aman más las tinieblas que la luz, porque todo aquel que obra mal aborrece la luz y no se acerca a la luz para que no sean reprendidas sus obras?

Esta es la razón de que sea Cristo discutido; a saber, que Él también discute las almas. En este sentido, el blasfemo le confiesa tanto como el que le adora; y como es siempre materia de blasfemia o de adoración, siempre es confesado en el mundo; siempre está puesto para la ruina o la resurrección de muchos, sin que esta discusión eterna pueda inferirle menoscabo, sino, todo lo contrario, confirmarle.

¿Qué materia de discusión, qué señal de contradicción no fue Jesucristo? ¿Qué combates, qué choques no se han dado sobre Él? ¿Qué de martillos no se han roto sobre ese yunque? Sobre Él ha sido rehecho el mundo, sobre Él hemos sido forjados, y no ha cesado de ser batido por los mismos que han salido de esta gran discusión. La lucha no ha cesado con el triunfo...; continúa para que Él sea eterno. Debajo de mil formas que se mudan, constituye el fondo de todas las contradicciones que dividen a los hombres, de todas las revoluciones que los agitan.

Ayer, hoy, mañana, esta es siempre la cuestión del día; cuestión de las sociedades, cuestión de las almas, cuestión que subleva las masas, cuestión que hace pensar a los individuos... Este destino de Jesucristo es, en sí considerado, un prodigio sin igual. Pero lo que levanta prodigio sobre prodigio, lo que es absolutamente divino, lo que da a la incredulidad el carácter de pasmosamente insensible o de frenéticamente ciega, es que esto haya sido predicho desde la primera hora del Cristianismo; que su predicción la hiciera el anciano Simeón acerca de Jesús Niño, en los términos más expresos y solemnes, y que todas las contradicciones de que Jesucristo es el blanco y los hombres actores que se suceden, no han sido nunca ni serán jamás sino el perenne y diario cumplimiento de esta asombrosa profecía: he aquí que este ha sido puesto en presencia de todos los pueblos para la ruina y la resurrección de muchos y como blanco de la contradicción.

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Y ahora, lo soberanamente glorioso para María, es que esta profecía concierne a Ella sola en unión con su Hijo, y la presenta como su copartícipe y coadjutora en ese gran carácter de blanco de la contradicción de los hombres, y de estar puesto para su ruina o resurrección.

Solamente queda el Niño Jesús y María su Madre, y a sola esta se dice: Este ha sido puesto...

Y ¿por qué a María sola? Porque María está implicada en la profecía, porque está en ella identificada con su Hijo. En efecto, después de haber dicho: Este ha sido puesto para la ruina y la resurrección de muchos y como blanco de contradicción, Simeón añade al punto: Y tu propia alma será atravesada de una espada. La conjunción y, que une a María con Jesús en esta profecía tiene de tal modo ese valor que tiene por equivalente esta otra: hasta tal punto que... Es decir, que Jesús debe ser blanco de la contradicción a tal extremo que el alma de la misma María será traspasada con la misma espada que a Él atravesará. Y el fin de la profecía: para que se descubran los pensamientos de muchos corazones, confirma en el más alto grado esta gloriosa asociación, porque es claro que estas palabras se refieren a todas las precedentes y envuelven así a María en el mismo destino que a Jesús, de revelar lo interior de los corazones y probarlos.

Este destino se consumó principalmente en la grande inmolación del Calvario; este fue el paradero de todas las contradicciones anteriores de la vida mortal de Jesús; y este sacrificio, este Jesús crucificado, escándalo para los Judíos y locura para los Gentiles, ha permanecido siendo la gran señal de contradicción que ha quedado entre los hombres, y ha sido puesto en presencia de todos los pueblos para su ruina o resurrección. De manera que esa Espada de que se habla en la profecía es, a no dudarlo, la pasión y muerte del Salvador, a la que estuvo María tan asociada, que las mismas saetas, que a Él atravesaron, traspasaron su alma.

Es imposible no unir en nuestro Culto a Jesús a la que hasta ese punto le estuvo unida en nuestra Redención. Es imposible separar lo que unió Dios en la vida y en la muerte para el mismo fin general: para que se descubran los pensamientos de muchos corazones. Y esta asociación no se limitó a la vida y muerte de Jesús. María, justificación admirable de la profecía, no ha cesado jamás de ser compañera de las contradicciones de su Hijo a la faz de todos los pueblos y en toda la sucesión de los siglos.

Todas las herejías que han traspasado al Hijo han atravesado a la Madre; y nunca se los ha separado en la afirmación o en la negación, en el culto o en la blasfemia. Este es un hecho tan cierto como claramente predicho.

Esta profecía está acorde con este rasgo singularmente glorioso para María, a saber: hablando de las glorias y dolores de Jesús, la presenta como asociada más particularmente a sus dolores. Nos la muestra en el Calvario y no en el Thabor... Y es que, para las almas grandes, el Thabor está en el Calvario... Expresión sublime, que sólo las grandes almas comprenderán...

Porque Dios dispuso que San Simeón predijese a la Santísima Virgen esa espada de dolor, al mismo tiempo que publicaba la grandeza y la gloria de su Hijo, para darnos a entender que todas las grandes gracias que hace en este mundo a sus escogidos terminan en padecer. Cuanto más aumenta las luces de los Santos, cuanto más los llena de amor, tanto más sensibles los hace a las injurias de Dios y a los desórdenes del mundo. No los eleva en cierto modo en este mundo sino para hacerlos pedazos.

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Acabemos nuestra meditación con una observación: el silencio de la Virgen Santísima en medio de todo ese concierto de alabanzas y profecías concernientes a su Hijo y a ella misma. Todo habla a su alrededor... Sólo Ella calla... Hemos ya admirado este silencio... Pero ¡cuánto sube de punto la sublimidad de este silencio, cuando la profecía encarándose con María sola, no le anuncia alegrías y glorias, sino que hace relumbrar por primera vez a sus ojos la espada de dolor que esas mismas glorias y alegrías solo harán más aguda y centellante!

Y en situación semejante, María calla... No pide una palabra de aclaración; recibe los avisos de la Providencia en la medida y el estado en que place a Dios notificárselos, sin tratar de deslindarlos ni anticipar su curso. Tranquila, resignada y sublime en la expectación, como lo estará en el suceso, hasta el punto de parecer insensible a puro querer tan sólo lo que Dios quiere...

Nos dice el Evangelio que María guardaba todas estas cosas, meditándolas en su Corazón. Admiremos. Conservemos. Meditemos. Porque el signo de contradicción está erigido hoy más que nunca...

sábado, 29 de diciembre de 2012

Nacionales

DERECHOS CASI HUMANOS
  
  
Aunque la realidad indica que se trataría de una búsqueda incierta, igual —nos dicen algunos— sería posible, por lo menos teóricamente posible, encontrar en alguno de los K, conductas o actitudes propias de los hombres comunes. Por qué no pensar, insisten los antropólogos más audaces, que habrá por ahí, semioculto en los sumideros, un ser benévolo y justo, o una persona misericordiosa y afable que, por obra y gracia de la mayor contradicción posea alguno de esos dones y al mismo tiempo se diga K.
  
Andábamos entrampados en esas cuestiones, cuando llegó en auxilio nuestro, Aníbal, el exégeta del espanto K, quién en la radio admitió que “ellos (los K) no eran hombres comunes”. Ahora bien, la tremebunda confesión ratifica alguna de nuestras peores sospechas. Porque, si no son hombres comunes, ¿qué son?
  
Repasamos y rastreamos en el pasado en busca de respuestas a esa cuestión absurda y en esa búsqueda tuvimos que llegar lejos, tanto como para toparnos con el viejo Ovidio. Porque es él quien cuenta acerca del minotauro, que en cierto modo es lo que más se aproxima a un K. Dice la mitología que el minotauro fue engendrado como consecuencia de una venganza atroz. Se trataría nada menos que del hijo de una reina y un toro blanco, un ser brutal, violento y despiadado, mitad hombre y cabeza de bestia, que además se alimenta de carne humana.
  
No sería exagerado pensar que estos tipos que se dicen a-normales sean, de alguna manera, los descendientes de aquel minotauro. Viéndolos actuar sería peliagudo diferenciarlos del mítico monstruo, porque lo que hacen los K no es menos atroz, que aquellas “hazañas” que relataba Ovidio.
  
Tanto avanzaron, tan suya han hecho la infamia, que ya no se molestan en esconderla. Por el contrario, profesan un cinismo ostentoso, de modo tal que los mismos que destruyeron las instituciones, hablan de la buena salud de la república; los que mienten a destajo y engañan y falsifican todo, esos, a la vez, hablan de verdad y memoria; los que saqueando y robando al país acumulan fortunas, hablan de honestidad y de redistribución…
  
Si hasta en aquel dato, levemente monstruoso, de alimentarse de carne humana, se revelan malignas coincidencias. Si no fuera así, cómo se entendería la venganza despiadada contra tantos militares que enferman y mueren en las cárceles sin asistencia médica. Es inocultable, allá van los K en busca de la libra de carne, la misma libra que exigía el Mercader de Venecia a su deudor Antonio. En esa línea, el mercader Shylock confesaba “le odio porque es cristiano, pero mucho más todavía, porque presta dinero gratis y hace así descender la tasa de la usura en Venecia”.
  
Es clara la simetría con los argumentos que usaron los K en Santa Cruz para instrumentar su odio y enriquecerse, exactamente como el judío de la obra de Shakespeare. Los años del sur pasaron; esos argumentos, temo que no.
  
Shakespeare retrata a Shylock como un “un diablo cruel” que se niega a la clemencia; clemencia que a lo largo del drama, le piden de mil maneras distintas y a todas rechaza. Entonces el gran inglés señala con acierto que: “el poder terrestre se aproxima, tanto como es posible, al poder de Dios, cuando la clemencia atempera la justicia”.
  
Volviendo a  la mitología, cuentan que el monstruo, que despreciaba la misericordia, se hizo cada día más perverso y más incontrolable, hasta que llegó a Creta el joven Teseo que penetró en el laberinto donde vivía el minotauro y lo mató con su espada.
  
Me aseguran que la espada del bravo Teseo, no se ha movido de la lejana Creta, y hasta es mejor que así sea, porque el juez Torre lo metería preso por atentar contra los derechos casi humanos de los minotauros.
  
De cualquier manera ,en este caso, la solución, si es que con ayuda de Dios la encontramos, dependerá de nosotros, y poco tendría que ver con la espada, o con la prudencia. Si nos guiamos por aquella enigmática frase que Tolkien pone en boca de Gandalf: “La prudencia aconsejaría reforzar las defensas y esperar el ataque. Yo no aconsejo la prudencia. Dije que la victoria no podía ser conquistada por las armas. Confío aún en la victoria, ya no en las armas”.
  
Miguel de Lorenzo
  

jueves, 27 de diciembre de 2012

Mirando pasar los hechos

EXPERIENCIA FATAL
  
   
El rebosante vice Amado, espantajo de buitres y caranchos en la ANSES; fulminador de hipotéticos objetores de travesuras presenciales o interpósitas; prueba activa de que “cuando hay dinero de por medio a los jueces no les importa nada”, como explicara su partenaire presidencial. Dientes en ristra, aparece en el gráfico paseando con su última manceba, de sugestivo erizamiento en sintonía con el modelo hechiceresco. Cumpliendo la consigna ética: “Basta de gataflorismo con los jóvenes, déjenlos vivir tranquilos y que hagan su propia experiencia histórica”… obviamente criticada por “la cadena del desánimo”: como siempre, acusando la postración de la moral y sus vigías.
    
Casimiro Conasco
Diciembre de 2012
   

miércoles, 26 de diciembre de 2012

Del Profeta de la Argentina


CÓMO SALIR
  
  
¿Cómo vamos a salir de esto?
  
La gente ya quiere salir. A lo mejor quiere Dios que estemos “adentro” un rato largo todavía. Este país aplebeyado. Esta masa locuaz y engrupida…
  
Martín Aberg Cobo ha publicado un denso y claro estudio universitario sobre reforma electoral y sufragio familiar. Aunque naturalmente el ponderoso trabajo no aborda la actualidad menuda, sin embargo su tema y su oportuna aparición le dan el carácter extrínseco de una respuesta a la pregunta capital del momento: la solución del problema argentino. Esa solución estaría en la línea de una reforma electoral que sustituyese al actual sufragio universal individualista por el sufragio múltiple de los jefes de familia. Pero, ¿volverá a creer en las “votaciones” el pueblo argentino, hagamos lo que hagamos?
  
Este trabajo ordenado y sapiente revela un auténtico universitario con todas las cualidades de buen jurista, incluso su parte de filosofía; lo que no quiere decir saber de memoria lo que dijo Kant y lo que dijo Aristóteles, sino más bien el hábito permanente de pensar en orden, sistemáticamente, y por ideas generales. Este habitus filosófico hace que el autor macere el material de su disciplina —material que domina perfectamente— lo recueza en su intelecto, lo vuelva traslúcido y coherente y lo sepa transmitir al lector. Cela qu'on comprend bien, on énonce aisement. Toda la reforma del actual sistema electoral argentino se encierra en esta proposición: Votan los argentinos de más de 22 años de edad: el padre de familia legítima votará por sí, por su esposa, por sus hijas solteras de cualquier edad, y por los hijos menores de 22 años.
  
Lo que cabe decir a favor de esta reforma es en cifra lo siguiente: Destrozando las sociedades naturales en favor de la agrupación financiera, el liberalismo ha arrasado políticamente a nuestra nación, convirtiéndola en un Sahara sin oasis; con sus médanos, sus arroyos secos y sus vendavales de polvareda, donde no faltan tampoco fieras y osamentas. La salida es reconstruir las sociedades naturales. La primera sociedad natural es la familia.
  
Ése es el orden natural; la célula social es la familia. Uno se pregunta de inmediato si ese mismo es el orden de ejecución política, o sea el orden de oportunidad. Es necesario restaurar al plano político la familia, el gremio, la comuna, la corporación, las instituciones paraestatales (Universidad, Ejército, Iglesia) y por último al mismo Estado. En todo proceso de cambio sustancial —lo que llamaban generación los antiguos— la totalidad domina las partes. El Estado ha sido debilitado a fondo y desplazado en parte por la llamada “democracia”, instrumento de dominación de las fuerzas económicas. Pensar que unos purísimos mercachifles de avisos como La Prensa se arrogaban el poder de voltear gobiernos y, lo que es más, de dispensar la gloria, el buen nombre y la fama, incluso literaria o filosófica; y que al atreverse el Gobierno a imponerles una ligera corrección se ha celebrado en el país como un acto de sobrehumano coraje; eso patentiza la extrema debilidad del Estado burócrata-gendarme; el cual, por otra parte, por una paradoja, es también abusivo y tiránico si a mano viene, lo que no deja de ser corriente en la psicología de los débiles. En las cosas que le toca hacer que so esencialmente tres: Guerra, Justicia y Caminos, el Estado moderno es débil. En las que no le toca hacer —y se mete igual— como enseñanza, religión, fiestas, negocios, arte, cultura, es abusador y duro como un demonio.
  
Un ejemplo concreto mostrará cuán necesario es que el Estado recobre cuanto antes su esfera propia y adquiera la absoluta autoridad que le falta; la cual es de orden moral y consiste en el consenso popular y en la confianza y entusiasmo del pueblo; no vayan a creer que se trata de hacer brutadas, o hacerse temer con violencia inicua.
  
Supongamos que por una desgracia subiese al poder un católico —quiero decir un católico “de etiqueta”— y basándose en las enseñanzas de los Papa implantase en el país por decreto el “corporatismo”, encíclica Quadragesimo Anno… ¿Lo ven ustedes aquí? Para figurarse el disloque que causaría a un Estado políticamente débil la organización prematura del cuerpo de las fuerzas económicas basta ver cuánto puede hoy día sobre el Estado y aun contra el Estado —lo que ha podido hasta hoy, queremos decir— la única corporación que está medio organizada entre nosotros, la de los ganaderos.
  
Todo el panorama del mundo está dominado por el gran hecho de la lucha de clases, y por los dos movimientos modernos que se pretenden soluciones a la injusticia y al caos, el comunismo y el nacionalismo.
  
El nacionalismo hasta ahora carece de doctrina y se presenta como una serie de reflejos necesarios y nobles, pero que aún no parecen trascender la región del sentimiento y del instinto. Corre el peligro de ilusionarse: de querer sustituir las soluciones específicamente políticas, que no posee, por la apelación a los sentimientos nobles como sacrificio, combatividad juvenil, heroísmo guerrero, aspiraciones al Reino de Dios; que son buenos propulsores pero malos constructores, cuando no se clarifican intelectualmente en sentimientos y en ideas operativas, como pasa siempre con las pasiones. No se gobierna con los impulsos de Don Quijote; y el que gobierna es Sancho.
  
Esto que es verdad incluso en Europa, entre nosotros es fabulosamente evidente. Detestar a los judíos, limpiar de pillastres la administración, multar a cuatro comerciantes, encarcelar comunistas —y aquí es donde temo campear con la debilidad el abuso– y nacionalizar los servicios públicos, con algunas reformas paternales de carácter relumbroso social, no constituyen un programa político especial, ni mucho menos tocan los profundos problemas de fondo del mundo contemporáneo. Muchas de las soluciones propuestas (como los seguros sociales) son plagiadas del socialismo; y su dirección focal no es el sentido militante de la vida, propio del cristianismo, sino el sentido burgués rebañego, propio del socialismo.
  
Una prueba concreta del empirismo nacionalista y su penuria de filosofía política es su conducta frente a la Iglesia. Ha tomado hacia ella dos actitudes igualmente pueriles: aprovecharla o molestarla. Primera: He aquí una sociedad antigua y misteriosa, fuertemente organizada. Me conviene ponerla de mi parte para uncirla a mi política. Le haré concesiones y subsidios (actitud italiana); segunda: He aquí una sociedad antigua y misteriosa fuertemente organizada. Me puede estorbar en mi política. La aplastaré políticamente (actitud prusiana). Las dos actitudes ignoran supinamente la natura incluso histórica y empírica del Catolicismo, y lo ponen simplemente a un lado del camino, lo mismo que los liberales. En España más reflexivamente el nacionalismo no ha adoptado actitud alguna; pero tampoco ha resuelto aún el problema eclesiástico, planteado por Unamuno. Eduardo Aunós decía, no sé si en broma, ¡que era insoluble!
  
La inteligencia argentina tiene hoy una tarea y un deber sacro, que es pensar la patria. Lo están cumpliendo Aberg Cobo y algunos otros. Fuera de eso, todo lo demás es pereza mental, falta de conciencia o esa sutil degeneración intelectual que se llama diletantismo. Una de las cosas repelentes de los grandes diarios es ese dopaje sistemático de la inteligencia popular con estudios enteramente superfarolíticos acerca de “La regla y la excepción en Dickens” o bien “Un nuevo novelista del surrealismo: Summer Spencer”, que propinan a las masas a manera de opio.
  
Y esa tarea y ese deber de pensar la patria es lo que hace la importancia de un diario como… Basta. No es elegante hablar de uno mismo.
  
R.P. Leonardo Castellani, S.J.
  
Nota: Este artículo apareció originalmente en el periódico “Cabildo”, Buenos Aires, Nº 570, 9 de mayo de 1944, e integra también el libro “Las canciones de Militis”, del mismo Padre Castellani, aparecido en 1945.
  

martes, 25 de diciembre de 2012

Como se pide

Quebracho en la 9 de Julio:
¿tránsito caótico o gimnasia revolucionaria?

Quienes viajamos el jueves 20 de diciembre por el Centro, Microcentro, Tribunales, Palermo, Retiro, etc., padecimos en carne propia todo tipo de demoras en los medios de transporte, sin contar las condiciones en que nos vimos obligados a circular. Todos los diarios registraron el detestado caos vehicular, generalizada gripe que nos agobia. Ya fuera de la ciudad de Buenos Aires, también la Panamericana resultó insoportable debido a los saqueos en un supermercado de Campana (Km. 74). Por otra parte, en tanto el Acceso Sur está íntimamente ligado al Microcentro, también las autopistas y caminos que allí conducen se vieron afectados.
Al cansancio natural y previsible de todo un año, se suma esta agresión. Pero, ¿cuál fue la causa? Ella se encuentra en la fecha y los numerosos actos, marchas, manifestaciones e incluso operativos policiales. En estas líneas, sin embargo, nos interesa destacar las acciones que buscaron deliberadamente el caos. Por eso no hablaremos del acto de la CGT-CTA, ni de los hinchas de Ferro y Huracán sino únicamente de Quebracho, que quemó decenas de neumáticos en la Avenida 9 de Julio “recordando” la caída del ex Presidente Fernando De la Rúa y los muertos en la protesta, allá por diciembre del 2001.
Hemos escrito “marchas y manifestaciones” pero es un término suave. Deberíamos hablar, en realidad, de la comisión de delitos: ¿son otra cosa el bloqueo de una avenida principal? Estamos hablando –y es muy importante usar los términos correctos– de delitos. Y de la violación de derechos elementales, como el derecho al libre tránsito. Pero la palabra derecho requiere una breve aclaración.
Estamos tan acostumbrados a los abusivos reclamos por los derechos que, a veces, podemos perder de vista su espacio propio, legítimo. Es un reflejo natural: tantos sinvergüenzas se han amparado en “derechos” para pedir cualquier cosa, que espontáneamente cualquiera desconfiaría. En efecto, ¿quién no puede escandalizarse cuando el paro de 200 personas que claman por sus derechos perjudica a 200.000? ¿Quién no advierte la desproporción entre el mal que se provoca y el bien buscado? Sin embargo, a pesar de todo, existen los derechos. Y, entre ellos, la libre circulación. Y existe, en consonancia con este derecho, el deber de la fuerza pública –la Policía– de proteger y custodiar los derechos de las personas.
Pero hay acá mucho más que el mero bloqueo de una avenida. Concretamente: ¿por qué Quebracho puede cometer sus delitos –una vez más– sin ser reprimida por la Policía? Los uniformados fueron colocados “al margen” de las manifestaciones, debiendo tolerar cómo verdaderos delincuentes abusaban de su libertad frente a sus ojos. ¿Qué mensaje se esconde detrás del humo de los neumáticos quemados?: “Acá mandamos nosotros. Los que decimos qué se puede hacer y qué no, somos nosotros. Hacemos lo que queremos y andá sabiendo que si en determinado momento se nos da la gana de cortarte la calle y demorarte 3 horas, podemos hacerlo y lo vamos a hacer”.
No es sólo bloquear una avenida principal. Es otra cosa: la destrucción está legitimada. El caos es bueno. Los argumentos más deshonestos y las justificaciones de lo indefendible “dan letra” a un núcleo importante de personas organizadas y dispuestas a bloquear avenidas. Conclusión: la Policía, atada de manos. Los delincuentes, convertidos en dueños de las calles.
El 20 de diciembre la ciudad de Buenos Aires no fue testigo de un tránsito caótico sino víctima de un ensayo de gimnasia revolucionaria. No tuvo lugar, principalmente, una saturación vehicular sino la legitimación social de una mentalidad revanchista y llena de resentimiento, que –por supuesto– generó infinitas saturaciones vehiculares. Por eso, no nos confundamos ni dejemos que Doña Rosa limite el alcance de estos indicios. Que las notas periodísticas no nos hagan colocar estos hechos bajo la etiqueta de Sociedad. Nada de éso. Se ha confirmado, por enésima vez, un marco de subversión: todo está al revés. Si por subversión se entiende “dar vuelta todo”, “invertir el fondo de las cosas” –cuyo resultado es considerar bueno a lo malo y malo a lo bueno–, armados de esta definición tendremos una clave para entender los procesos políticos y sociales cotidianos. El fenómeno subversivo está confirmado no tanto por los hechos sino por las explicaciones que los acompañan:

  • Quienes participan en la comisión de delitos, son “manifestantes que reclaman por sus muertos” y reivindican “la calle como escenario principal y casi excluyente de la producción política popular”[1].
  • “Reprimir un delito” es un delito. Por ende, la Policía no puede –no debe– reprimir porque “violentarían la legítima libertad de expresión de los que se manifiestan”. De esta manera, sólo puede tolerarse, a regañadientes, que la Policía irrumpa cuando todo esté suficientemente mal, suficientemente podrido. La fuerza pública no puede actuar antes sino sólo después.

Observada la realidad mediante estos engañosos cristales, tanto el bloqueo de la Av. 9 de Julio como la tolerancia para con el delito, pierden su nitidez: estamos ciegos. No importa que cientos de miles de personas hayan perdido su tiempo, llegados a sus casas más tarde, impedidos de continuar sus tareas. No importa que muchos hayan perdido su presentismo. No importa que incontables turnos y acuerdos se hayan demorado. No importa que infinitas personas vean sus trabajos problematizados. No importa que este tipo de acciones no produzcan nada bueno ni generen nada valioso. Todo desaparece frente a la legitimidad del reclamo de Quebracho. Importa una sola cosa.

–Lo que importa es que no estamos a favor de la represión. Lo que importa es que somos buenitos y no somos como los militares que reprimían a los que pensaban distinto.

Porque, en el fondo, ésta es la tiranía que padecemos: estamos tan pero tan agobiados por el peso del fantasma de “la represión”, que nos hemos vuelto incapaces de ejecutar –y de admitir su licitud– los más sencillos y elementales actos de autoridad: fenómeno que ocurre en el orden familiar y educativo pero también en el orden público, con resultados a la vista.
Entendámonos: no es sano vivir así. No es sano estar preso del influjo de una ideología, no una realidad, hasta el punto de sacrificar la realidad –que tenemos delante de los ojos– en el altar de esa ideología que no podemos ver.
¿Hasta cuándo nos vamos a permitir esta esclavitud mental? ¿Seremos genuflexos espirituales toda nuestra vida? ¿O tendremos el valor de romper con ese conjuro que nos aplasta?

Juan Carlos Monedero (h)
Buenos Aires, 23 de diciembre de 2012


[1] http://www.quebracho.org.ar/inicio/index.php?option=com_content&view=article&id=708:ante-un-nuevo-aniversario-del-argentinazo-acto-homenaje-av-&catid=63:noticias

Homilías navideñas


SERMÓN DE NAVIDAD

El misterio que la Iglesia honra en la tercera Misa, es el eterno Nacimiento del Hijo de Dios en el seno de su Padre.

A medianoche, celebró al Dios-hombre naciendo del seno de la Virgen en el establo; al amanecer, al Divino Niño que nace en el corazón de los pastores; en este momento, cabe contemplar un nacimiento mucho más maravilloso que los otros dos, un nacimiento cuya luz deslumbra los ojos de los Ángeles, y que es eterno testimonio de fecundidad sublime de Dios Nuestro Señor.

El hijo de María es el Hijo de Dios. Es nuestro deber proclamar hoy la gloria de esta generación inefable: consustancial con el padre, Dios de Dios, Luz de Luz.

Elevemos nuestros ojos a este Verbo eterno, que era en el principio con Dios.


La Santa Iglesia abre los cánticos del tercer Sacrificio por aclamación al Rey recién nacido.

Ella celebra el poderoso Principado que tiene como Dios, antes de todos los tiempos, y que recibirá, como hombre.

Es el Ángel del Gran Consejo, el enviado del Cielo para cumplir el propósito sublime concebido por la Santísima Trinidad, para rescatar al hombre por la Encarnación y la Redención.

Un Niño nos ha nacido, un Hijo se nos ha dado; lleva sobre sus hombros el signo de su Principado, y será llamado el Ángel del Gran Consejo.

La Iglesia pide, en la Colecta, que la nueva Natividad del Unigénito, según la carne, nos libre a los que la vieja servidumbre nos tiene bajo el yugo del pecado; es decir, que no sea privada de sus efectos, sino que ella obtenga nuestra liberación.

El Apóstol San Pablo, en el maravilloso comienzo de su Epístola a los hebreos, destaca el eterno Nacimiento del Emmanuel.

Mientras que nuestros ojos están fijos con ternura en el dulce Niño del pesebre, San Pablo nos invita a elevarlos hasta la Suprema Luz, en la que el mismo Verbo que se digna habitar el establo de Belén, escucha al Padre eterno decirle: Tú eres mi Hijo, yo te he engendrado hoy.

Y hoy es el día de la eternidad, sin noche o mañana, sin amanecer ni atardecer…

Si la naturaleza humana que se digna asumir en el tiempo lo pone por debajo de los Ángeles, su elevación por encima de ellos es infinita por su calidad de Hijo de Dios. Él es Dios, es el Señor. Envuelto en pañales permanece inmortal en su divinidad, porque tiene un nacimiento eterno.

En presencia del establo y del pesebre a los cuales desciendes hoy, te proclamamos Hijo eterno de Dios, confesamos tu eternidad…

En el principio era el Verbo. Y el Verbo estaba en Dios. Y el Verbo era Dios. Este estaba en el principio con Dios.
Todas las cosas fueron hechas por Él. Y nada ha sido hecho sin Él. Lo que ha sido hecho era vida en Él. Y la vida era la luz de los hombres...
El Verbo era la luz verdadera, que alumbra a todo hombre que viene a este mundo. En el mundo estaba y el mundo por Él fue hecho, y no le conoció el mundo.
... Y el Verbo se hizo carne, y habitó entre nosotros. Y vimos la gloria de Él; gloria como de Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad.

¡Oh luz infinita! ¡Oh sol de justicia! Somos la oscuridad; ¡ilumínanos!

No queremos más ser ni de la sangre, ni por la voluntad de la carne, ni por la voluntad de varón, sino de Dios, por Ti y en Ti

Te has hecho carne, oh Verbo eterno, para que nos uniésemos a Ti y fuésemos deificados.

Tú naces del Padre, naces de María, naces en nuestro corazón: tres veces Glorificado seas por este triple Nacimiento, oh Hijo de Dios, tan misericordioso en tu divinidad…, tan divino en tus anonadamientos…

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Hemos considerado la Fe y la Esperanza de la Santísima Virgen. Contemplemos ahora su Caridad.

La caridad es el amor; y el amor es, esencialmente, la vida de Dios.

Dios es amor, dice San Juan. ¡Qué palabras tan breves y tan substanciosas! En ellas se encierra todo lo que es Dios, con su majestad infinita, con su poder y sabiduría infinita, con su eternidad infinita.

¡Dios es amor! Ya está dicho todo con eso.

Pues bien, eso es María. También Ella participa, en cuanto es dado a una criatura, de la vida de Dios, pero de modo más excelso, más perfecto y verdadero que ningún otro ser. Dios quiso que nadie la aventajara en su amor, que nadie pudiera compararse con Ella, en cuanto a vivir esa vida de Dios. Sólo Ella había de amar a Dios, más que todas las criaturas juntas... Sólo de Ella se podría decir que también es el amor...

Y amó María a Dios, como Dios mismo nos lo había mandado, con todo su corazón, con toda su alma, con todas sus fuerzas.

Esta es la medida que Dios ha puesto a nuestro amor.

La Santísima Virgen amó a Dios con todo su corazón. ¡Todo!, ya está dicho con eso, la intensidad de su amor.

No dio al Señor un corazón dividido, no reservó ni una fibra, ni una partícula para Sí misma, ni para dársela a criatura alguna, ¡Todo..., todo entero!..., sin limitaciones ni reservas, sin titubeos ni regateos, sino todo y siempre, aquel Purísimo Corazón, perteneció a solo Dios.

María amó a Dios con toda su alma. Con todas las potencias, con toda la vida del alma. Su entendimiento, no se ocupó en otra cosa que no fuera Dios o la llevara a Dios. Su memoria, recordaba, sin cesar, y le ponía delante los beneficios y gracias que del Señor había recibido. Su voluntad, era única en sus aspiraciones, porque no aspiraba sino a cumplir, en todo, la voluntad de Dios y someterse a ella, humildemente y también alegremente.

En eso ponía Ella todas sus complacencias.

María amó al Señor con todas sus fuerzas. Es consecuencia del corazón y del alma que totalmente ama a Dios. Pero quiere esto decir, que era tal la intensidad de este amor, que no retrocedía ante nada. Estaba dispuesta a todo, al mayor sacrificio si era necesario para este amor.

No es posible un amor grande e intenso que no sea a la vez triste, porque necesariamente se ha de entristecer al ver a quien se ama, despreciado, desconocido, injuriado.

El amor de María, tuvo que ser intensamente triste, al contemplar la dureza del corazón de aquel pueblo escogido, que tan mal correspondía a los beneficios de Dios.

Meditemos su dolor y su tristeza, cuando contemplaba la frialdad y tibieza de los judíos ante el pesebre.

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Otros dos caracteres del amor que debemos a Dios, y del que a Él tuvo la Santísima Virgen, son la complacencia y la benevolencia, que vienen a ser como los actos interiores del amor de Dios, en que nuestra alma puede y debe ejercitarse cuando ama.

El amor de complacencia es el amor que Dios se tiene a Sí mismo. Al contemplar su propia esencia y ver en ella su santidad infinita, su bondad suma, no puede por menos de tener una complacencia infinita.

Dios no puede amarnos a nosotros con este amor, no encuentra en nosotros nada en qué complacerse, ni siquiera la imagen de su esencia, que nos imprimió en la creación, porque por el pecado el hombre ha tenido la desgracia de borrarla de su alma. Sólo pecados, faltas, miserias. Esto es lo único que puede Dios ver en nuestras almas. ¿Qué gusto ni qué complacencia podrá sentir a la vista de esto?

Pero nosotros sí que podemos, y debemos, amar a Dios de esta manera.

Aunque visto a tan gran distancia cual es la que nos separa de Dios, no podemos por menos de contemplar, a poco que le miremos y le estudiemos, su incomparable hermosura, su santidad, su poder, su sabiduría, su justicia y su misericordia.

De suerte, que así como una madre se complace en las perfecciones y buenas cualidades de su hijo, así nosotros hemos de tener complacencia especial en admirar reflejadas en las criaturas todas esas perfecciones de Dios, deleitándonos al verle y contemplarle tan grande, tan sublime, tan magnífico, gozándonos de que sea como es y extasiándonos ante la excelencia de todos sus atributos y perfecciones.

Esta complacencia es la que constituye la gloria de los santos y bienaventurados en el Cielo, quienes al ver la hermosura de la esencia divina, sienten tal gusto y felicidad, que no pueden contenerse sin prorrumpir, en compañía de los Ángeles todos, en aquel cántico del Santo Santo Santo... que ha de durar por toda la eternidad.

¡Qué amor de complacencia el de María!... ¿Quién conocía mejor que Ella a Dios para apreciarle y amarle con locura, cada vez más y complacerse en sus perfecciones infinitas? ¿Quién pudo ver mejor a Dios... y gozar de Dios más que Ella, que en su Hijo veía constantemente a la vez a su Dios?

Por otra parte, nadie causó en Dios un amor de complacencia como Ella.

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El amor de benevolencia es, como su nombre lo indica, el amor que quiere el bien y busca y trabaja por hacer bien a quien ama. Aquí sí que podemos abismarnos ante el amor de benevolencia tan infinito que Dios nos ha tenido. Si todo, todo lo que tenemos es de Él, si todo lo que nos ha dado es un bien y para nuestro bien.

Lo extraordinario es, que tratándose de Dios, aunque parezca mentira, también podemos y debemos amar a Dios de esta manera. No sólo podemos desear un bien a Dios, sino que podemos dárselo.

¿Es posible esto? Y, si es posible, ¿no será el desahogo más perfecto del amor, saber que podemos corresponder al amor que Dios nos tiene y que le podemos devolver algo de lo mucho que nos ha dado? ¡Qué dicha la nuestra! ¡Qué felicidad mayor que ésta para el corazón que ama!

¿Qué podemos dar a Dios? La gloria extrínseca que le puede venir de las criaturas. Dios todo lo ha creado para su gloria y, por lo mismo, las criaturas han de dar gloria a Dios a su modo. Pero este modo es muy imperfecto, ya que ellas no tienen conocimiento ni pueden alabar a Dios, que son las dos condiciones para tributarle la gloria. Luego es el hombre el que en nombre de toda la creación, debe dar a Dios esta gloria de todas las criaturas.

Naturalmente, que con eso no añadiremos a Dios ni un grado más de su gloria intrínseca y esencial, que esto no está en la mano de las criaturas, pero habremos aumentado su gloria exterior, que consiste en las alabanzas y homenajes que debe tributarle la creación entera, como a su Señor y Criador.

Además, el celo, es lo segundo que también podemos dar a Dios, esto es, buscar almas, ganar almas en las que Dios sea conocido, amado, alabado y glorificado.

Este celo es tan esencial en la vida del amor, especialmente de este amor de benevolencia, que con razón se ha dicho: El que no tiene celo, no ama. El celo es como la llama del amor; si hay fuego de amor, habrá llamas de celo. Ése es el que devoraba a los Santos todos y les lanzaba a arrostrar los mayores peligros y la misma muerte, con tal de dar a Dios almas ganadas con sus sacrificios y trabajos.

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En cuanto al amor de benevolencia, aún más claramente se echa de ver en María la perfección de su amor. Ella dio a Dios, lo que nadie pudo darle. Ni en la tierra ni en el Cielo se dio jamás gloria mayor que la que daba el Corazón de su Madre Inmaculada.

Hemos dicho y con verdad, que María amaba tiernamente a Jesús, porque, al fin, era Hijo suyo…, pero que al mismo tiempo, en su Hijo veía, adoraba y amaba a su Dios.

Todos los actos de amor maternal para con su Jesús, eran actos purísimos de amor de Dios y la unión estrechísima que como Madre tuvo con su Hijo, fue causa de la unión íntima y perfecta de su corazón para con Dios.

Durante el tiempo que permaneció Jesús en su purísimo seno, por un misterio incomprensible de humildad y de amor por parte de Dios, la vida de Dios fue la vida de María. La propia sustancia de la Madre nutre y alimenta a su Hijo, que es Dios.

Y Dios transmite a su vez a su Madre todas sus ideas y sus sentimientos. ¡Qué revelaciones! ¡Qué afectos! ¡Qué sentimientos! ¡Qué océano de luz y de amor!

María tiene el Cielo mismo en su Corazón, no tiene que levantar los ojos hacia arriba para orar a Dios, sino recogerse en su interior, porque todo lo tiene allí, física y moralmente, es una misma cosa con Jesús. Ora con la oración de Dios, vive con la vida de Dios, ama con el amor de Dios.

¡Qué cosa más admirable! ¡Qué unión más venturosa!

Y el Verbo se hizo carne, y habitó entre nosotros…