martes, 31 de mayo de 2011

Actualidad

SOBRE LAS REVUELTAS EN ESPAÑA
Y EL CASO ARGENTINO
   
   
Se han relacionado, no sin fundamento, las recientes y masivas manifestaciones en España con los hechos ocurridos en la Argentina en diciembre de 2001. En ambos casos, se señala el contraste entre la pesada crisis económica que afecta al común con los insultantes privilegios de los hombres públicos. Una acusación pareja: “mi crisis, tu dieta”; un facsimilar pedido: “que se vayan todos”. Lo que acullá el océano debiera obligar, atendidas las correspondencias, a escrutar en el caso argentino para prevenir idénticas infecciones derivadas de una erupción afín.
   
Dos preguntas saltan a la consideración, y la primera: ¿qué se pide? Lo que consta por proclama es balbuceo, apenas bulla, guirigay de muchachería implume que zurció constitución o politeia con los retazos de las frases hechas que sus mismos incriminados políticos soltaron por lustros, como al desgaire, para anublar la conciencia común. Lo que es algo así como valerse de tópicos para consagrar la utopía. Sólo proclamas estándar, mala prosa y pasteurizada. Más democracia: eso lo que piden. Lo diagnosticó con inmejorable acierto Juan Manuel de Prada al remitirse a la cínica indulgencia que los políticos, desde su lejano risco, concedieron a los “indignados”. “Cuando Zapatero, Chacón o Pajín se precian de «comprender» a los chavales indignados actúan con la misma socarronería del ciego cabrón del Lazarillo, que después de descalabrar al protagonista con una jarra de vino se burla de él, mientras lo cura aplicándole vino en las heridas: «¿qué te parece, Lázaro? El mismo vino que te enfermó te cura y da salud». Los socialistas saben bien que un empacho de consignas progresistas sólo puede concluir con una vomitona de consignas progresistas; y esto es lo que, a la postre, refleja la menestra de proclamas que se vociferan en la Puerta del Sol: un vómito de progresismo enfermo que sólo podría sanarse auténticamente renegando de la causa de sus males; pero tal sanación exige una «metanoia», un cambio de mente que quienes han sido moldeados en el progresismo no pueden acometer. Que ni siquiera pueden vislumbrar”. Y así, mero epifenómeno local en el más vasto escenario de la  nueva “guerra fría” por el control de los mercados y los recursos estratégicos, en la que Estados Unidos y Europa estrechan lazos contra Rusia, China y el Islam, “como frutilla del postre de las «revueltas populares» de la CIA en Medio Oriente y África, ahora llega la «revolución de los chip-alienados» de la internet y los celulares (…), juego deportivo de alienados jóvenes de las «redes sociales» (a los que se suma la izquierda sin brújula asimilada al sistema) que promueven «protestas populares» desde la internet casi como un divertimento con catarsis colectiva” (Manuel Freytas).
   
¿Podrá confiarse al emotivismo falto de juicio, el mismo de los muchachos que integran los centros de estudiantes de nuestras universidades, la reforma o la liquidación de un régimen agotado? Fuera desnorte y desquicio el admitirlo. Y entonces sobreviene la segunda pregunta: ¿quién canaliza la riada, la protesta? Es costumbre admitir, ni que sea nominalmente, la función aleccionadora de la historia: sírvanos la ocasión entonces para recordar a aquella Atenas que, grande en lo exterior tras la victoria sobre Persia, habiéndose concedido la veleidad de someter las definiciones inderogables sobre lo civil al sufragio popular, vio pronto caer en picada la intimidad de la nación hasta concluir en el advenimiento de los Treinta Tiranos, a cuya merced se debe la condena y muerte de Sócrates —crimen éste capaz de integrar, por justo título, el memorial de los oprobios de la raza humana. La tesis que en rigor cabe es la platónica: a la democracia le sigue la tiranía, porque la renovación ética no es conquista de las masas, como hoy se pretende con sugestivo candor, sino el fruto precioso de una ardua experiencia personal debida a la nobleza del carácter, y no a su plebeyez.
   
Yerran las masas a menudo en que, aunque capaces de columbrar sensatamente que de la virtud del que manda dimana el bien para todos, corren el albur de contentarse con éste último —o su sustitución farsesca— sin reclamar aquélla. Por achaque de imprudencia, que es plaga que medra en el tumulto, se acaba fácilmente por exculpar al gobernante criminal si éste propicia panem et circenses. En época hipnótica y anestesiante como la que discurre, a veces hasta alcanza con circenses sine pane. Solamente este reclamo vivo de ejemplaridad hace soberano al pueblo, y dueño de su destino, como en Fuenteovejuna, conque una definición plausible —y hoy no autorizada— de “soberanía popular” podría asimilarse a la capacidad del mancomún de echar de en medio al tirano. (Aclárese, para acallar vanos escrúpulos, que el tiranicidio no equivale, ni se parece, al magnicidio, al crimen de lesa majestad. Al fin de cuentas, el tirano se caracteriza por hacer abuso de su principado con exclusión de toda grandeza o maiestas. El tiranicidio es un mero “poner las cosas en su sitio”).
   
En la Argentina, el “que se vayan todos” de 2001 dio lugar, andando el tiempo, a que todos se quedaran. Y a la pronta instauración de una tiranía delictuosa que no dejó desfalco por cometer, ni profanación jurídica que alentar, avanzando —según el mandato recibido de la tiranía mundial— hasta el agravio de la mismísima ley natural. Nunca se había llegado a tanto entre nosotros. Nunca, ni en el cine pesadilla, se hubiera imaginado a un parricida devenir abanderado de la causa de los derechos humanos, cuya infamia pujara por superarse a sí misma a través de la más grosera malversación de los dineros públicos increíblemente puestos en sus manos. Nunca se le había regalado el mote de “épicas” a preces tan poco esclarecidas como las que exhibiera un hombre tan netamente inferior, ganado por las más turbias pasiones, como el finado Kirchner. Epos no ya de héroes, sino de gángsters.
   
El universal hastío ante el indecoro de los príncipes, como hoy lo demuestran las protestas en España, es el que hizo otrora allí posible los “pronunciamientos”, y en el caso argentino los golpes de Estado, puestos al margen cualesquier otro resorte y las consecuencias mismas de los golpes. Si éstos hoy no se reeditan no es sólo por el desmantelamiento e ignominia de que han sido objeto las Fuerzas Armadas: es también porque ya no se le exigen al mandatario las prendas que debería éste ostentar. Y esto sí que es trágico. La democracia basta por sí sola a dorar toda la vileza de los magistrados. Y la frivolidad y la rapiña más nauseabundas vienen victoriosas a sustituir a la gravedad y la honra de que debería ornarse quien ejerce el cargo público. Ni cabe esperar ya más en nuestros funcionarios esa madurez de aquel que, según Gracián, “habla por sentencias y obra con aciertos”: más bien el campeonato de la estulticia y la demolición artera de la historia y de todo patrimonio común, hasta sumergir a la nación en la Estigia de todos los desórdenes morales.
   
Mientras en toda la latitud ibérica se reproducen manifestaciones cuyo porvenir es bien poco promisorio —y acaso no sirva sino a profundizar la tiranía que oprime a la España eterna—, el portaaviones “George H. W. Bush”, dotado de una central nuclear, ingresa a las aguas del Mediterráneo para intentar el desembarco sangriento en Libia, cumplidas ya 8500 incursiones aéreas sobre aquel país en menos de dos meses. Es para deponer a las autoridades jaqueadas por los manifestantes y reestablecer los derechos humanos. Suponemos que los dirigentes de la España democrática no sufrirán idéntico castigo.
   
El infante don Flavio
   

1 comentario:

Ezequiel dijo...

Excelente Don Flavio, realmente un análisis muy acertado de la tosuda realidad.