domingo, 31 de octubre de 2010

Fiesta de Cristo Rey

FIESTA DE NUESTRO SEÑOR JESUCRISTO REY


Entonces Pilatos le dijo: “¿Luego tú eres Rey?” Respondió Jesús: “Sí, como dices, soy Rey. Yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo: para dar testimonio de la verdad. Todo el que es de la verdad, escucha mi voz.”
Le dice Pilatos: “¿Qué es la verdad?” Y, dicho esto, volvió a salir donde los judíos y les dijo: “Yo no encuentro ningún delito en él. Pero es costumbre entre vosotros que os ponga en libertad a uno por la Pascua. ¿Queréis, pues, que os ponga en libertad al Rey de los judíos?”.
Ellos volvieron a gritar diciendo: “¡A ése, no; a Barrabás!” Barrabás era un salteador.
Pilatos entonces tomó a Jesús y mandó azotarle. Los soldados trenzaron una corona de espinas, se la pusieron en la cabeza, y en su mano derecha una caña, y le vistieron un manto de púrpura; y, acercándose a él, le decían: “Salve, Rey de los judíos.” Y le daban bofetadas.
Volvió a salir Pilatos y les dijo: “Mirad, os lo traigo fuera para que sepáis que no encuentro ningún delito en él.”
Salió entonces Jesús fuera, llevando la corona de espinas y el manto de púrpura.
Díceles Pilatos: “¡Aquí tenéis al hombre!”


Último domingo de octubre de 2010, festividad de Cristo Rey…

Dadas las circunstancias, cada día más aciagas, quiero detenerme a contemplar y meditar estas palabras de Pilatos durante el proceso de condena de Cristo Rey: Ecce Homo!

Salió, pues, Jesús, Hijo de Dios, Rey de reyes y Señor de los señores, llevando una corona de espinas, una caña como cetro y un vestido de púrpura; no deslumbrando con las insignias reales, sino saturado de oprobios… como rey de burlas


Hoy, cuando más que nunca Nuestro Señor aparece como un rey de burlas, el Ecce Homo debe revelarnos la verdad capital que encierra…, verdad que cada día se va perfilando mejor…, a medida que crece la impiedad del mundo pos-moderno y en proporción a la consecuente apostasía de las masas…


Pilatos no supo quién era Jesús... El mundo, y quien tiene espíritu mundano, nunca lo ha conocido…

Pilatos se equivocó. No había medido el alcance del problema que había planteado Jesús al proclamarse Mesías, Hijo de Dios, Rey...

El mundo siempre se ha equivocado respecto de Cristo Rey; y el mundo pos-moderno se engaña aún más al considerarlo y tratarlo como rey de burlas


Desollado por los terribles azotes; hundida en su cabeza una corona formada por tallos entretejidos de un arbusto espinoso; demudada la faz por el dolor y la vergüenza; encubiertas las facciones por los cuajarones de sangre y los salivazos de la soldadesca; el cuerpo mal cubierto con una vieja clámide de color de púrpura, y en sus manos una caña a modo de cetro, Jesucristo se ofrece a los ojos atónitos de Pilatos, que va a intentar un último esfuerzo para salvarlo.

Pilatos, conmovido sin duda, y contando con este fondo de compasión que queda siempre en el alma del hombre, aun de los más desalmados, sale acompañado de Jesús y lo presenta a las multitudes congregadas ante el Pretorio, al tiempo que dice, señalando al reo: Mirad, os lo traigo fuera para que sepáis que no encuentro ningún delito en él. ¡Aquí tenéis al hombre!Ecce Homo!


¿Qué intentó Pilatos al pronunciar su Ecce Homo?

Sin duda, no midió el alcance de su palabra y de su gesto. No quiso más que sorprender a aquel pueblo, enloquecido con la visión de aquélla figura del hombre; producir un movimiento de compasión en la multitud y aprovecharlo para soltar a Jesús.

Como se equivocó, al proyectar el castigo, se equivoca ahora sobre la actitud del pueblo.

Ecce Homo! He aquí el hombre… como si dijera a las muchedumbres: ¡Ya veis qué hombre!; si no lo queréis por rey, ahí está, azotado, coronado de espinas, cubierto con púrpura y cetro de burlas…

Ecce Homo! No puede ser Hijo de Dios quien se muestra con todas las características de un hombre débil, vencido, humillado…

Ecce Homo! No debéis temer a un rey que se ofrece maniatado, que ha sufrido castigo de esclavos, que ya no tiene figura de hombre…


Pilatos lo dijo inconscientemente, sin saber lo que decía…

Lo han repetido, y lo repiten en la actualidad, de mil modos diversos, los enemigos de Cristo Rey, sin poderlo interpretar, locos de rabia como estaban y como perduran todavía hoy…

Lo que Pilatos y las turbas rebeldes no alcanzan a comprender, meditémoslo nosotros; consideremos el sentido profundo de estas palabras de Pilatos. Dios ha querido que quedaran consignadas en el Evangelio, escrito bajo la inspiración divina.

Si en su sentido literal pudieron no tener más alcance que el de un recurso para amansar a las fieras que, a semejanza de las de las selvas, se enfurecieron más cuando gustaron algo de la sangre de su víctima…; nosotros debemos buscar piadosamente en ellas un sentido más profundo, para adentrar en el conocimiento y el amor de Jesucristo, Rey de reyes y Señor de los señores.

En esto consiste la vida eterna... en conocer a Jesucristo…

¿Quién es Jesucristo?

Lo que los soldados hicieron por irrisión, y lo que Pilatos pronunció inconsideradamente, es para nosotros un misterio; pero debemos penetrarlo con la gracia de los dones de entendimiento y sabiduría del Espíritu Santo.

Alcemos, primero, los ojos al Cielo.

Jesucristo es Dios Admirable. Dogma primero y verdad fundamental de nuestra Religión sacrosanta, es el dogma de la Trinidad Beatísima. El Padre es el principio del Hijo, a quien entre resplandores de pureza y santidad engendró en los siglos eternos: el Hijo es, por lo tanto, Dios de Dios, Luz de Luz, Dios verdadero de Dios verdadero...

Es la Idea, el Verbo del Padre, por quien fueron hechas todas las cosas.

Ese es Jesucristo por su Naturaleza Divina; es Dios, el Dios admirable. Antes de todos los siglos, antes que fueran los mundos, al principio..., es decir, siempre, era el Verbo, y el Verbo vivía en Dios, el Verbo era Dios...; y Jesús es el Verbo, igual en todo al Padre; increado como el Padre; inmenso como Él; como Él eterno, omnipotente y sapientísimo.

Contemplemos a Jesús en su Naturaleza Divina envuelto en los esplendores de la Divinidad; sobre una luz inaccesible, vestido del regio manto de los magníficos atributos de Dios.

Toda criatura hinca ante Él la rodilla. Los Ángeles, rostro por tierra, lo veneran. Las estrellas, oyendo su voz, lo obedecen. Las columnas del firmamento tiemblan reverentes ante Él.

Aunque todas las inteligencias se aunaran para estudiarlo, jamás barruntarían su grandeza; porque Jesús, por ser Dios, es Sabiduría infinita, Poder inmenso, Amor incomprensible, Perfección suma, Hermosura increada, siempre antigua y siempre nueva.

Caigamos de rodillas, y digamos con reverencia: Creo, Jesús mío, que Tú eres Dios, Tú el Señor, Tú el Altísimo. A Ti, oh Jesús, te alabo, a Ti bendigo, a Ti te adoro y glorifico, como a mi Dios.

Sólo Jesús es el centro de los corazones, el único y supremo fin de la creación y el principio de todas las cosas, pues es verdad revelada que Todas las cosas fueron creadas por Él y en Él.

Jesucristo es el Alfa y Omega, el principio y el fin de todas las cosas.

Sólo en Él habita toda la plenitud de la Divinidad y de la gracia, de la perfección y de las virtudes...


Descendamos ahora a la tierra, contemplemos a Jesucristo en su vida mortal.

Veremos refulgir en Él los rayos de la Divinidad, desde su Encarnación y Nacimiento virginal hasta su gloriosísima Ascensión.

De este modo lo contemplaron los tres afortunados Apóstoles sobre la cima del Tabor.



Si estudiamos su Humanidad sacratísima, lo hallaremos Varón perfectísimo, honra primera del linaje humano, y gala de los hombres.

¡Qué majestad la de aquella Cabeza divina! ¡Qué serenidad la de su frente! ¡Qué fulgor el de sus ojos! ¡Qué gracia la de su rostro! ¡Qué suavidad en sus labios benditos! ¡Qué transparencia, qué fragancia en su carne virginal!

Su vista enternece, sus palabras arrebatan, sus acciones subyugan y aficionan.

Mas, si penetramos en el interior de Jesús, si estudiamos sus facultades, su Corazón, su Alma…, quedaremos cautivos de tanta hermosura.

Es tan bueno, tan benévolo, tan misericordioso, que su carácter propio parece ser la bondad.

Así es Jesús de magnánimo, de manso, de generoso, de suave, de compasivo.

Clamaba San Pablo: Si alguno hay que no ama a Jesucristo, sea anatema, sea condenado.


Ecce Homo! He aquí el Hombre tipo; el Hombre por antonomasia; el Hombre que deberán mirar todas las generaciones que quieran ser grandes con la verdadera grandeza, que es la de hijos de Dios.

Jesús es el hombre tipo por su perfección personal y porque es modelo de todo hombre.
    


Jesucristo perfectísimo en sí mismo 



Ecce Homo! He aquí el hombre tipo, excelso, insuperable. Y lo es Jesucristo, ante todo, porque es la perfectísima realización histórica del tipo humano que concibiera Dios desde toda eternidad.

El poder de Dios es infinito como su querer; y este poder y este querer se ajustaron a la suma conveniencia de que la naturaleza humana de Jesús fuese, no sólo la de perfección más excelsa, sino la de perfección insuperable.

Es decir, Dios, al crear la naturaleza humana de Jesús, agotó todos los recursos de su sabiduría y de su poder, reproduciendo en su perfección máxima el tipo humano que existe en su mente divina.

Nunca el hombre hubiese podido concebir para un semejante suyo tal dignidad que lo hiciera hijo natural de Dios. Misterio tan incomprensible, que exige toda la humildad de la inteligencia, que debe plegarse y creer a la revelación divina.

Luego, y la consecuencia es obvia, so pena de admitir el absurdo de que el Padre no escogió lo mejor para su Hijo, la naturaleza humana de Jesús está por sobre todo hombre, siendo el tipo supremo de humana perfección.

Cierto que Adán fue una obra maestra de las manos de Dios; pero toda la perfección del primer hombre era una reproducción secundaria del modelo humano, que es el segundo Adán, Jesucristo.


Ecce Homo! He aquí el hombre sumo, el hombre situado en lo más alto en la escala de la creación, porque nada más alto que aquello que toca al Altísimo, Dios, que quiso unirlo a Sí en tal forma que se hizo una cosa con él.

Por esto la Iglesia le canta entusiasmada a este Hijo de Dios en el Gloria in excelsis: Porque Tú solo eres Santo, Tú solo Señor, Tú solo Altísimo, Jesucristo: … Tu solus Altíssimus, Jesu Christe…


Analicemos un momento las grandezas que se encierran en la suma preeminencia de un hombre que ha sido elevado a la dignidad de Hijo de Dios.

En cuanto al alma de Nuestro Señor Jesucristo, a ella debe adjudicarse toda perfección que pueda atribuirse a un alma humana, dice Santo Tomás.

En la cumbre del alma está la inteligencia creada. No hay genio comparable a Jesucristo, porque su acuidad mental penetra en los senos insondables de la sabiduría de Dios.

La ciencia de Jesús es la más amplia, la más definida, la más clara que puede darse en un hombre, porque su inteligencia se abrevaba directamente en la visión de la verdad, que es Dios.

La inteligencia divina, el Verbo del Padre, es la única Persona que hay en Cristo, y su inteligencia humana está sumergida en ese resplandor de verdad infinita y substancial.


La perfección de la voluntad consiste en su rectitud inflexible y en la fuerza y decisión con que tiende al logro de sus fines.

Jesucristo es el hombre rectísimo, santísimo. La visión clara de lo que Dios exigía de Él hacía que fuese el hombre de la obediencia espontánea, rápida, que se plegaba incondicionalmente a la regla del santo obrar que tenía dentro de sí.

Su fuerza de voluntad era tanta como su rectitud. Dentro del ámbito de las acciones que dependían de su voluntad humana, pudo lo que quiso, dice Santo Tomás.


¿Qué diremos de la armonía de sus facultades sensitivas? Tuvo Jesús imaginación, amor sensible, se indignó, odió el mal, fue audaz en arremeter contra sus adversarios, sintió1a tristeza y el tedio; su cuerpo delicado fue como el resonador de sus pasiones santísimas.

Pero toda esta parte inferior de la vida de Jesús era tributaria de su espíritu, puesta en acorde perfecto con su razón y su voluntad.


Añadamos a todo esto las manifestaciones de la vida divina en la naturaleza humana de Cristo. Todo Él estaba como sumergido en la divinidad que lo llenaba substancialmente; y por lo mismo, toda la vida de Jesús estaba como impregnada de la virtud y fuerza de la divinidad.

En Jesús había la plenitud absoluta de gracia. Y esta plenitud total y omnímoda de la gracia de Jesús, que colmaba la esencia de su alma, santificaba cada uno de los principios de su vida humana, elevándola inconmensurablemente sobre toda otra vida humana.

Todas las virtudes, que brotan de la gracia y la especifican para ordenar toda la actividad, las tuvo Jesús llenísimas y en grado sumo, sin que un solo acto escapara a su predominio y dejara de ser el acto más perfecto posible en humana criatura.


Ecce homo!Este es el hombre que el día mismo de su muerte, hecho el oprobio de los hombres, señalara Pilatos a la conmiseración de las multitudes enfurecidas que se habían congregado ante el Pretorio…

Ecce homo!En el orden natural es el hombre cumbre, dice Santo Tomás; la naturaleza humana es más noble y digna en Jesucristo que en nosotros.

En el orden sobrenatural, Jesucristo sobrepuja a toda criatura, porque a ninguna ha tomado Dios para levantarla hasta Sí mismo y unirla con Él en una de las Personas divinas.

Ecce homo!He aquí el hombre; hombre sin par en toda la serie de los siglos; hombre en que la sabiduría, el poder, el amor, la belleza, la gracia divina han tenido su expresión máxima.

Hombre en quien ningún hombre pudo soñar, a quien ningún hombre podrá igualar y que por los siglos será la gloria más alta y más legítima de la raza humana.

Éste es nuestro Rey. Nuestro adorado Monarca, de infinita Majestad… hoy como ayer menoscabado y afrentado como rey de burlas



Modelo de todo hombre


Jesucristo es el hombre tipo. Dios lo hizo tal, que agotó en esta, su obra más espléndida, los recursos de su sabiduría y de su poder.

Los siglos no verán otro hombre semejante a Jesús de Nazaret; porque Dios no tomará segunda vez una naturaleza humana para unirla personalmente a Sí y producir este pasmo de cielos y tierra, Jesucristo, el Santo, el Hijo de Dios.

Pero Dios no ha obrado esta maravilla por simple exhibición de su poder, o para que nosotros adorásemos a este Hijo de Dios, sin ninguna otra relación con Él que la de naturaleza.

Dios se propuso crear un tipo de perfección humana que no pudiera sobrepujarse jamás; pero que fuese reproducido en cada uno de los hombres por la imitación de este soberano tipo de perfección.

Es decir, que Jesucristo es el tipo perfectísimo del hombre; pero es, al mismo tiempo, el ejemplar según el cual debe conformarse, por la gracia, todo hombre; y Dios lo ha querido así como condición necesaria de nuestra perfección.


Escuchemos la palabra elocuentísima del Apóstol en que se encierra esta gran verdad: A los que Dios tiene previstos, también los predestinó para que se hiciesen conformes a la imagen de su Hijo, de manera que sea el mismo Hijo el primogénito entre muchos hermanos.

Pero a este Rey de Reyes y Señor de los señores no hubiésemos podido imitarlo. Su misericordia halló camino para hacérsenos accesible: se hizo hombre; Dios se hizo nuestro ejemplar a través de la envoltura humana de Jesucristo.

Como Él es la imagen de Dios invisible, y por ello es Hijo natural de Dios; así nosotros debemos reproducir en nosotros su imagen, para ser hechos por la gracia hijos adoptivos de Dios.


Ecce homo!Aquí está el hombre ejemplar de todo hombre que quiera ajustar su a vida en orden a sus supremos destinos. No hay más imagen legítima de Dios que Él.

Y los que a Él se asemejan, por haberse adaptado a este divino ejemplar, son los Santos.
Ellos imitaron a Jesucristo.

Pero el modelo de todos, el ejemplar único de perfección absoluta es Jesucristo; y no puede ser más que Él, porque es el único predestinado para ser la forma de todos los predestinados.

No hay más que un solo hombre, si no es el Hombre-Dios, que puede hacer a los hombres a imagen de Dios; porque sólo Él, que tiene temple de Dios, es capaz de troquelar el espíritu y la vida de millones de hombres de toda raza y cultura, e imprimir en ellos su propia imagen, que es la imagen de Dios.


Dios es el autor del hombre; y Dios ha querido que la glorificación del hombre, en esta vida y en la futura, arranque de la conformidad con la imagen de su Hijo Jesucristo, el más perfecto de los hombres.


Ecce homo!He aquí el hombre.



Mientras Cristo Rey presida la vida de los hombres y de las naciones, no habrá retroceso en el camino de la verdadera grandeza.

En cambio, y de ello es testigo la historia, particularmente la historia pos-moderna, tened la seguridad de la ruina de aquellos desgraciados, individuos o naciones, que, después de haber conocido a Jesucristo, reniegan de Él, o se avergüenzan de Él, y lo sustituyen por algún simulacro de ideal en que fue siempre pródiga la humana filosofía.


Él es el único Maestro que debe enseñarnos, el único Señor y Rey de quien debemos depender, el único Modelo a que debemos conformarnos, el único Médico que debe curarnos, el único Pastor que nos debe alimentar, el único Camino que debe conducirnos, la única Verdad que debemos creer, la única Vida que nos debe vivificar, y nuestro único Todo, que en todas las cosas nos debe bastar.

Porque no hay bajo el cielo otro nombre sino el de Jesús, por el cual nos podemos salvar. Dios no nos ha dado otro fundamento para nuestra salvación, perfeccionamiento y gloria, que a Jesucristo.

Así, todo edificio que no descanse sobre esta piedra firme, fundado está sobre tierra movediza, y caerá seguramente.

Todo fiel que no esté unido a Él, como el sarmiento a la vid, caerá, se secará, y sólo servirá para ser echado al fuego...

Si estamos en Jesucristo y Jesucristo está con nosotros, no hay condenación que temer, porque ni los Ángeles del Cielo, ni los hombres de la tierra, ni los demonios del infierno, ni criatura alguna nos podrán dañar jamás, porque ninguna nos puede separar de la caridad de Dios, que está en Cristo Jesús.

Por Jesucristo, con Jesucristo y en Jesucristo lo podemos todo.


Consagremos, hoy, nuestras personas y nuestras familias a Cristo Rey.

Y que María Santísima, Reina y Señora de todo lo creado, nos alcance la gracia de ser fieles súbditos de tan magnífico Rey.
             

sábado, 30 de octubre de 2010

Límites

CUANDO LA MUERTE ES EL ÚNICO LÍMITE
               
Si algo caracterizó al difunto Néstor Kirchner a lo largo de toda su vida fue la desmesura, el descontrol, el desborde de los apetitos más subalternos, en unan palabra, la falta de todo límite. Quienes desde distintas posiciones exigían, o rogaban, ponerle freno a sus malandanzas, chocaban con una casi fatídica imposibilidad: nada ni nadie era capaz de detener la carrera alocada y perversa de este nefasto personaje. Rencoroso, colérico, incendiario, grosero y vulgar al punto de la patanería, indocto, déspota, roído por el odio, animado de un patológico instinto de destrucción, no se detuvo ante ningún límite: ni la ley humana, ni la ley natural, ni la ley de Dios, ni la derrota electoral (al fin y al cabo, la norma suprema de su canonizada democracia), ni menos aún el temor de Dios. Por todo esto su límite, su único límite, fue la muerte; y la muerte súbita, sin aviso previo, caída como rayo: la muerte lo derribó como una sonora, sobrecogedora bofetada de Dios. Así murió este hombre envuelto en sus pasiones, en sus torpezas, en sus ambiciones desmedidas, en sus fobias y delirios, en su patética miseria moral.
                          

Pero esa bofetada de Dios no alcanza sólo a su directo destinatario. Es, de algún modo, una bofetada a toda una dirigencia degradada y, también, a toda una nación que parece haber perdido el rumbo. Por eso, frente a semejante muerte sólo cabe la oración compungida. Miserere. De todo cuanto hemos podido leer en estos días lo único que dio la nota exacta fue el viejo poema del Padre Castellani escrito en 1945 en ocasión de la muerte de otro déspota, Franklin Delano Roosevelt, y que alguien, con singular ingenio, adaptó a las circunstancias del extinto patagón. La ironía de Castellani, envuelta en caridad cristiana, se desgrana en la suave cadencia de sus versos, pone al alma frente a la fragilidad y caducidad de las cosas del mundo y enciende en ella la llama de la compunción.
                       
Pero compunción es, precisamente, lo que faltó en esta parafernalia fúnebre que envolvió al país durante largas horas. Desfiló ante el féretro una multitud variopinta en la que, junto a algunas muestras sinceras de dolor (se ha de reconocer), sobreabundaron los gestos airados de crispación o de estúpido triunfalismo. Por otra parte, los exponentes de todo el arco político, social, cultural, mediático y aún religioso, no hicieron más que derramar, sin excepción, falsos elogios, insinceros ditirambos, desmesurados lugares comunes en los que nadie cree: una verdadera feria de la hipocresía. Hasta el Cardenal Primado, de quien cabía esperar un gesto de compunción, se sumó a la tónica general. En su homilía recordó, y más de una vez, que el muerto fue “ungido por su pueblo”. Qué triste, Eminencia, que sea usted, precisamente, quien, en la hora solemne de la muerte, traiga a colación esta “unción” mendaz y frívola de las democracias. ¡Cuánto más le hubiese válido al infeliz difunto haber sido ungido con el sagrado óleo del Sacramento de la Unción!
              
Por eso es bueno tener en cuenta los versos de Castellani: Piensen todos en la pálida/ que a todos apunta y tira/ vayan limpiando las ánimas/ de mentira.
                    
Qué el Buen Dios nos libre de la Mentira para que, con el ánima limpia, seamos capaces de recibir lo que su Divina Providencia quiere decirnos con esta muerte impuesta como límite a la desmesura de un hombre que se creyó capaz, en su pequeña miseria, de osarlo todo y, al final, sólo se encontró con su nada.
            
Recemos por su alma. Miserere.
               

Mario Caponnetto
              

viernes, 29 de octubre de 2010

Editorial

EL UNGIDO
              
“Cuando muere el hombre impío perece su esperanza”
(Proverbios, 11, 7)
                   
No siendo especialistas en tanatología —como de pronto parecen serlo todos nuestros conciudadanos— apenas si un par de reflexiones podríamos hilvanar ante la muerte de Néstor Kirchner.
                
La primera es que su deceso es un bien inmenso para el país, como lo sería el de todos aquellos de su laya que viven y obran para ultrajar a Dios y a la Patria. Disimular, omitir o atemperar este juicio nos conduciría a pagar un tributo al cinismo que no estamos dispuestos a oblar.

El difunto (ya lo dijimos largamente mientras vivió) ha sido una de las encarnaduras más completas cuanto deleznables de la degeneración intelectual, moral y política; y en un decurso histórico como el nuestro, en el que no es fácil competir por la náusea, se ha quedado limpiamente entre los primeros puestos. No dejó crimen por auspiciar, latrocinio por cometer, impiedad por poner en práctica, mentira por difundir y rencores torvos por ejecutar malignamente. Suyas fueron todas las características del hombre espiritualmente contrahecho. Desde la dicción soez y el gesto atrabiliario, hasta el corazón irreligioso y la mente ganada por las cóleras más ruines.
                

Halló solaz en propiciar la contranatura y sintió desdicha por las virtudes tradicionales. Gozó con la fiesta sacrílega del mundo, y lo amargaron las celebraciones genuinamente sacras. Supo odiar la identidad hispanocriolla y católica de estas tierras con el mismo frenesí con que amó la causa de los asesinos de nuestra estirpe. Encanallecido, indigno y cargado de locuras furiosas, si algún epítome abarca sus pluriformes miserias y vicios sin cuento, el mismo fue acuñado el 6 de julio de 2010 por uno de sus indiscutibles y empecinados apologistas. Dijo entonces Luis D’Elía: “Néstor Kirchner es un hijo de puta, pero es nuestro hijo de puta”.  “Nuestro”, es decir de ellos, fue sin duda, el abanderado y el adalid.
                
La segunda reflexión guarda consonancia con la primera.  Un hombre de tan negrísimo talante no podía sino creerse invulnerable y sin necesidad alguna de sobrenaturales socorros. La conciencia de la vulnerabilidad es propia de quien posee la virtud de la fortaleza, enseña el Aquinate. Mientras que, por el contrario, el pusilánime finge que nada puede ocurrirle. Para el cobarde henchido de soberbia, enfermarse no le está permitido; y llamarse a sosiego o a reposo, o mostrarse frágil con humano y humilde verismo, es una señal de derrota que no puede admitir.

Por eso Kirchner y su endemoniado entorno, a cada paso de la enfermedad que al fin acarreó la muerte, rechazaron cualquier signo sacramental que invocara la posibilidad ineludible de las postrimerías. Negado a la trascendencia y dado a la publicidad, el mensaje del patagón no podía ser el de un paciente necesitado de preces y de auxilios médicos, y en consecuencia engrandecido en el dolor y en la enfermedad. Sí, en cambio, el de una máquina ganadora que se hacía algunos ajustes técnicos para seguir compitiendo hasta la recta final. Como el acróbata que es dueño de una risa estéril y falsa, de comisuras tiesas, para probar que está intacto tras las mil volteretas, así reía Kirchner tras cada golpe que le propinaba su irremisible dolencia.

El cajón cerrado —con o sin sus restos, lo mismo da— fue el último signo de esta incapacidad de mostrarse vulnerado. Para descubrir al pueblo el rostro muerto, primero hay que estar convencido de que hay un Divino Rostro que me aguarda, transfigurante de mis miserias corporales todas. El rigor mortis, públicamente retratado como preanuncio paradojal de una movilidad aquende el féretro, es propio de quienes mueren piadosamente. Contrario es el caso de los desesperados. La mors certa, hora certa sed ignota, los tortura más que el instante súbito que los arranca definitivamente del tiempo. No saben ni quieren prepararse a bien morir, porque el activismo exitista que los domina los vuelve incapaces de todo ocio contemplativo.

No fue pues, el de Kirchner, ese consumirse como un cirio para alumbrar a otros, en un sacrificial, oblativo y extremo acto de servicio. No fue un gastarse y desgastarse sin medir las consecuencias. Esto quedará para la mitología partidocrática, siempre pronta a catalogar sandeces. Fue, sencillamente, lo que escribe Gracián en El Criticón: “los sabios mueren, los necios revientan”. Reventó agarrotado por sus tirrias y fobias, creyendo que la muerte no era para él, sino un mal siempre conveniente y deseable para sus enemigos. Tal vez no le faltó razón,  puesto que Dante, en el Canto III del Infierno, localiza a un tipo de personajes que, en virtud de sus felonías, “ni tienen la esperanza de morir”.

La tercera reflexión es sobre aquellos que, desde el instante mismo de su muerte, y olvidando que hasta otros instantes previos lo habían despreciado o maldecido, se dedicaron a glorificarlo, ya desde los medios masivos o rindiéndole homenaje presencial. Hablamos ante todo de esas muchedumbres mórbidas e informes que desfilaron ante su túmulo, brindando el espectáculo decadente que suscitan habitualmente estos carnavales. Masas sin veleta ni rumbo, volubles por definición e hijas de la hez democrática, esas oleadas que integraron su cortejo, ora asistieron rentadamente por disciplina sindical, ora por saltimbanquismo populista, ora por funesta afinidad con el rufián que partía. Ayer lo hicieron ante la momia de Alfonsín o de Mercedes Sosa. Mañana por quien sea el turno de rentar el olor de multitud. La Argentina real e invisible no estaba en ese cortejo desencajado y ciego. Estaba trabajando silente en vastísimas e incalculables legiones de sufridos brazos, lamentando esta patria nuestra, material y espiritualmente corrompida por el tirano que acaba de reventar.

Pero llegue también nuestro desprecio, ya no al tropel sin riendas que incensó durante horas el ataúd del déspota, entonando sin proponérselo la Marcha fúnebre para una marioneta —mas sin los sones afinados de Gounod— sino al llamado arco opositor, político o periodístico, cuya obsecuencia lacrimógena para con el occiso y sus deudos sólo prueba lo que ya sabemos de memoria: que uno solo es el Régimen, del que medran por igual oficialistas y antagonistas, en una entente trágica, maloliente y rapaz. Un único y despreciable sistema forman las llamadas derechas e izquierdas, conjugadas al unísono para que, más allá de las muertes individuales, perdure y sobreviva el infectado y podrido conjunto.

Sea la última reflexión para medir lo más grave. Aquello que verdaderamente nos sobresalta y aqueja hasta el desgarrón literal del alma. Y es constatar que, una vez más, la Iglesia no ha sabido estar a la altura de las circunstancias.

Cierto que de Roma llegaron pésames híbridos, redactados al modo de un formulario eventual. Pero algo más hacía falta decir, porque el difunto fue un persecutor explícito de la Fe Católica, a la que ofendió cuanto pudo con saña manifiesta y procaz. ¿Por qué callar que Kirchner tipificó el desdichado caso de quienes pecan contra el Espíritu, de quienes pecan con faltas que al cielo claman, de quienes pecan sin que les sea posible merecer el perdón? (San Marcos, 3, 29;  San Mateo, 12, 32; San Lucas, 12, 10). ¿Por qué callar que tanto él como su viuda, su partido y sus gobiernos, son la quintaesencia de la endemoniada juntura de capitalismo y marxismo, de progresismo y liberalismo, de gramscismo y cultura de la muerte? ¿Por qué callar en vez de distinguir y condenar con toda la energía y la contundencia que puede y debe hacerlo la Madre y Maestra?

A su turno, el Cardenal Sandri, y siete sacerdotes argentinos, celebraron una misa por Kirchner, en la Iglesia Nacional Argentina de la Ciudad Eterna. También callaron cobardemente lo que debían decir, y afirmaron lo que no debían afirmar. Verbigracia, que el occiso se destacó por “el apasionado empeño en la vida política”, dejándonos con su partida “en la pena y la sensación de desamparo”. La pena y el desamparo —entérense de una vez los desaguisados y felones pretes— lo padece la patria argentina en su conjunto, como consecuencia, precisamente, del “apasionado empeño” destructor llevado a cabo por el pérfido que acaba de finiquitar, y que han decidido convertir en héroe súbito.

Las palmas de la iniquidad, por supuesto, se las llevó Bergoglio, a estas alturas, y ya sin tapujos, devenido en el Patriarca de una secta judeo cristiana. Compartiendo el presbiterio catedralicio con el rabino Bergman, y el altar con otros varones de ínclita talla, se atrevió a sostener en su homilía del 27 de octubre, que “las manos de Dios lo acompañaron [a Kirchner], lo amaron, acariciaron su vida y lo recibieron”; y que nadie debería cometer la “grande ingratitud” de olvidar que “este hombre fue ungido por la voluntad popular”. Mérito sacro e intangible de inequívoca raigambre rusoniana, ante el cual, “el pueblo tiene que claudicar de todo tipo de postura antagónica para orar frente a la muerte de un ungido por la voluntad popular”.

Bergoglio ya no merece respuesta alguna. Que Nuestro Señor Jesucristo, el Verdadero Ungido, y a quien en nombre de la voluntad popular, Néstor Kirchner vilipendió en su perdularia vida, le prodigue el perdón, alguna vez, por haber preferido el sacerdocio de Judas al del Dios Verdadero.

Cuentan que refiriéndose a la muerte de Casimir Delavigne —el poeta y dramaturgo francés— su compatriota, el pintor Francois Desnoyer, dijo irónicamente: “hay muertos a los que conviene matar”. Tal el caso de Néstor Kirchner. Mátese de una vez su legado y su proyecto, para que pueda abrigarse la esperanza, siquiera tenue, de mejores días para esta patria en llamas. Pero no es tarea que parezca posible en el horizonte inmediato, bien lo sabemos.

Pasadas las fiestas cristínicas del funeral montonero, y enterrado Néstor con su pañuelo blanco del odio marxista, vendrá la cruda realidad de una nación deshecha, de una mafia acechante, de unos herederos torvos, de un futuro tan ruinoso como el presente aciago que vivimos. Todo reino dividido en sí mismo perecerá (San Mateo, 12,  24).

Disponga Dios lo necesario para que podamos resistir y resguardar.
                  
Antonio Caponnetto

Se agradece difundir
                  

jueves, 28 de octubre de 2010

Aniversarios


PER IL DUCE
E PER L'IMPERO



ANIVERSARIO DE
LA MARCHA SOBRE ROMA
1922 - 28 de octubre - 2010
               

miércoles, 27 de octubre de 2010

Luto Nacional

DÍA DE LUTO NACIONAL

ICEMOS EL PABELLÓN A MEDIA ASTA

¡GLORIA Y HONOR AL ILUSTRE MUERTO!


JORDÁN BRUNO GENTA:
¡PRESENTE!

1974 - 27 DE OCTUBRE - 2010

A 36 años de su martirio,
el Nacionalismo Católico
le rinde su homenaje.
              

Poesía que promete



SE ACABÓ 

“…Ya no ganará elecciones
ya no será reelegido:
su alma llena de pasiones
¿dónde ha ido?”

Padre Leonardo Castellani
(fragmento)

martes, 26 de octubre de 2010

Poesía que promete

CANTO A ROMA

 

AL DUCE


De la mano tostada de Yugurta
se escapa una corona de marfiles.
Suena en el turbio bosque enmarañado
al ritmo exacto de los campamentos
y huyen los reyes bárbaros del Ponto,
los príncipes viciosos de Fenicia,
los galos y germanos de la selva,
ante la espada de los centuriones.

La tienda de Escipión huele a perfumes
y él, bañado en el Duero, unge de aceites
su torso, noblemente musculado
mientras en la meseta, arde Numancia.
¡No solloces, ciudad de Celtiberia!
Presidida por ásperos luceros,
abrasadora de cautivas tristes,
que bebes el licor en las vasijas,
cuyo “toten” solar es el caballo.

Por tu profunda noche neolítica,
llegan ya los calzados militares,
el verso de Virgilio a las abejas,
el mármol, la columna y el derecho,
la elipse dura del anfiteatro
y la dulzura clara de las Termas.
Salustio y Tito para tus campañas,
ecos de Cicerón en tus viñedos.
La Norma, la Medida, en los oscuros
Imperios de avestruces y elefantes
y por el claro mar deshabitado,
Diosas desnudas entre los delfines.

Tu ley, ¡oh Roma madre! el duro bronce
de tus tablas servidas por lictores
en la Britania que desdeña César
el la Hispania que sigue de Sertorio
la toga blanca y la celeste cierva
que interpreta los sueños misteriosos.
Hoy ¡Roma eterna! vibren de d'Annunzio
las estrofas en bocas abisinias.
Tu dulce lengua del Renacimiento
hablada por los papas entre mármoles
resuene en el Tigré, como un milagro.

Milenaria ciudad; leche de loba
tienen los labios que pronuncian firmes
la plenitud católica del Dogma.
Madre de Europa, Iberia que a tu trono
dio un Adriano viajero, y un Trajano
domeñador resuelto del Danubio
hoy saluda tu Imperio renacido
unida a tu destino y a tu César
contra los mercaderes de Cartago
y el Sanhedrín cobarde de Ginebra.

Agustín de Foxá
(tomado de “El almendro y la espada”,
Editorial Mayfe, Madrid, 1940) 


domingo, 24 de octubre de 2010

Sermones y homilías

VIGESIMOSEGUNDO DOMINGO
DESPUÉS DE PENTECOSTÉS
            
Aconteció el Martes Santo. Por una serie de parábolas, el Divino Salvador había reprochado a los Fariseos su endurecimiento y predicho su condena y el castigo que caería sobre ellos.
   
Estos orgullosos sectarios, humillados ante el pueblo, furiosos por las palabras de Nuestro Señor y celosos de su triunfo ante el pueblo, sin embargo, no se atreven a ejercer abiertamente la violencia contra Él, y tienden trampas para atraparlo y exterminarlo.

Por medio de alguna pregunta capciosa, pretenden comprometerlo y, de este modo, tener la oportunidad para acusarlo y condenarlo a muerte.

¿Cómo intentan, pues, tomar por sorpresa a Jesús? No se presentan ellos mismos, sino que envían algunos de sus seguidores. Pensaban que Jesús, al ver tan sólo discípulos, no desconfiaría, y así sería más fácil sorprenderlo.

Para asegurar el éxito de la empresa, adjuntan algunos Herodianos: Entonces los fariseos se fueron y celebraron consejo sobre la forma de sorprenderlo en alguna palabra. Y le envían sus discípulos, junto con los herodianos.

Estos eran los judíos liberales, secuaces de Herodes y partidarios como él de los romanos y de la dominación extranjera. Por esa razón eran especialmente odiados por los Fariseos, que representaban el elemento nacional.

Pero, en este caso, todos hacen causa común contra lo que consideran como el enemigo común.

Veremos enseguida la causa principal por la cual los Fariseos solicitan la asistencia de los Herodianos.

Los enviados se presentan, pues, con un corazón hipócrita, con apariencias de honestidad, de respeto y de plena confianza en la ciencia y la franqueza de Jesús.

Comienzan por la alabanza, ya que es por allí que siempre se empieza cuando se desea engañar a alguien: Maestro, sabemos que eres veraz y que enseñas el camino de Dios con franqueza y que no te importa por nadie, porque no miras la condición de las personas.

Pero, si bien es de un modo capcioso y calculado, hacen una verdadera alabanza del Redentor y un homenaje a su santidad y su doctrina.

En este halago dado al Salvador encontramos diseñado el retrato del verdadero apóstol del Evangelio, del genuino pastor de almas:

a) tener un celo fervoroso por la verdad, y no enseñar sino la verdad;
 
b) estar lleno de sinceridad y de honestidad, en todas sus palabras y en su conducta;
          
c) hablar con valentía, por encima de las consideraciones personales y los respetos humanos, y reprender los defectos con una santa libertad.
  
  
Después de este exordio insinuante, proponen, con candor y con apariencia de un verdadero deseo de aprender, una cuestión inteligente, insidiosa, muy delicada y candente; como si dijesen: tenemos plena confianza en Ti, así que por favor esclarécenos sobre un punto importante, en el que está en juego el honor de Yahvé y de su pueblo privilegiado, y sobre el cual estamos muy divididos: Dinos, pues, qué te parece, ¿es lícito pagar tributo al César o no?
   
Es necesario tener en cuenta que este tributo era el homenaje o impuesto que los romanos imponían en Judea desde su reducción como provincia romana por Pompeyo.

Este impuesto era humillante para los judíos, que se consideraban como el pueblo elegido por Dios, destinado a la dominación del mundo con el Mesías que ellos esperaban.

Ahora bien, entre ellos había dos bandos:
 
• los partidarios de Herodes, políticos avanzados; que sostenían la obligación de pagar el tributo a los romanos, porque eran la autoridad legítima, y establecían la paz, el orden y la seguridad en el país, y de hecho permitían libremente el culto nacional.
 
• los patriotas, con los Fariseos en cabeza, que pretendían ser los privilegiados siervos de Dios, y que no debían ningún tipo de homenaje a ningún hombre después de haber presentado sus ofrendas y pagado sus diezmos al Altísimo.  

Pero César Augusto había colocado a Herodes, extranjero y prosélito, como rey de los judíos; el cual debía ordenar los tributos y obedecer al Imperio Romano.

Por lo tanto, la cuestión planteada a Jesús era singularmente grave y delicada, tanto en el dominio religioso, como en el político; y de hecho abarcaba toda la vida de los ciudadanos en ambas sociedades, la temporal y la espiritual.

En resumen, se pregunta:  un judío, ¿puede en conciencia pagar el tributo al Emperador; o es que debe negarse a ello?

Los Fariseos creían que Jesús no podría salir indemne del dilema, sin comprometerse, sea con una facción, sea con la otra:

    • si declaraba que los judíos estaban obligados al tributo, quedaría desacreditado ante el pueblo como un traidor, enemigo de la nación y de Dios.

    • si, en lugar de eso, respondía que no debían pagarlo, iban a denunciarlo y entregarlo al gobernador romano como un rebelde y un agitador, como de hecho lo harán tres días más tarde, el Viernes Santo.

Es por eso que utilizaron el concurso de sus oponentes políticos, los Herodianos.
      
La trampa fue hábilmente tendida.
       
Pero, Quien es la fuente de la sabiduría y escruta los pensamientos íntimos de los hombres, sabrá frustrar este ardid de sus enemigos.
  
¿Cuál fue la respuesta de Jesús?

Queriendo hacer ver que Él conocía perfectamente todos los pensamientos y que había descubierto su malignidad y astucia, les dijo: Hipócritas, ¿por qué me tentáis?

No les responde utilizando la misma manera suave y pacífica de ellos, sino que les contesta según sus malas intenciones; porque Dios responde a los pensamientos y no a las palabras.

La primera virtud del que responde consiste en conocer las intenciones de los que preguntan; por eso los llama tentadores e hipócritas.

Los fariseos lo halagaban para perderlo. Pero Jesús los confunde para salvarlos; puesto que para un hombre no es de ningún provecho ser adulado, mientras que sí lo es el ser corregido por Dios.
  
  
Nuestro Señor quiere aclarar estas mentes llenas de maldad, y al mismo tiempo desea enseñar a sus discípulos de todos los siglos sobre una cuestión importante que se refiere tanto a la religión como al orden político y social; dijo, pues: Mostradme la moneda del tributo.
  
  
La sabiduría siempre obra de una manera sabia y confunde a sus tentadores por medio de sus propias palabras. Por esto les dice: Mostradme la moneda del tributo.

Y ellos estuvieron obligados a presentarle el denario de plata, que se consideraba del valor de diez monedas y llevaba el retrato del César.
  
Ellos, no sabiendo lo que iba a hacer o decir, pero sorprendidos por su duro reproche y, al mismo tiempo, por su calma majestuosa, le presentan el denario estampado con la efigie del Emperador.
 
Cambiando los roles, como le gustaba hacer en tales circunstancias, Jesús pasa de interrogado a indagador, y les pregunta a su vez: ¿De quién es esta imagen y la inscripción?
       
Su respuesta fue: Del César.
      
A partir de esta declaración, el Redentor fundamentará su doctrina:

    - que establece la distinción de los dos poderes;
    - que sostiene el principio de la armonía entre la autoridad civil y la autoridad religiosa;
    - las cuales no deben confundirse ni separarse,
    - antes bien, deben estar íntimamente unidas,
    - para concurrir juntas al bienestar de los pueblos.     

Expliquemos brevemente esta sublime doctrina de Jesús: por tanto, dad al César lo que es del César, y a Dios lo que es Dios.
  
Es decir, si esta imagen y esta inscripción son del César, el denario que las porta pertenece al César.
              
Aquellos que se benefician de él, que lo utilizan en sus relaciones cotidianas y en las transacciones, demuestran que actúan bajo la autoridad y la protección de César, y reconocen su soberanía.
     
Y, si el César lo reclama en forma de impuesto, deben dárselo.
      
Por lo tanto, sí, hay que rendir al poder temporal humano lo que pertenece a él.
  
Sin embargo, la infinita sabiduría del Redentor agrega: dad a Dios lo que es Dios.
      
¡Lección grande y divina!, fuente de paz, de seguridad y de mil bendiciones, tanto para los individuos como para los estados.
      
Dad al César, es decir, al Príncipe temporal, el tributo, el servicio, la obediencia, siempre que no exija nada en contra de lo que Dios exige.
    
Y dad a Dios el culto que le es debido, es decir, un homenaje de adoración, de alabanza, de sumisión perfecta a todos sus mandamientos, de reconocimiento y de amor.
       
A Dios rendid intacta y santa esta alma, que Él ha hecho a su imagen y semejanza, y que ha adquirido al precio de su Sangre; dadle vuestro corazón porque lo pide y le pertenece.
  
Los Príncipes tienen derechos, que Dios les ha asignado. Dios tiene derechos, que se ha reservado y son inalienables.
          
Los buenos cristianos comprenden una y otra obligación, y se conforman a ellas en conciencia; y por esto los príncipes no tienen más devotos servidores que los verdaderos fieles de Dios.
  
Pero también, cuando los Príncipes abusan de su poder pidiendo a los siervos de Dios cosas contrarias a su conciencia y a los derechos de Dios y de su Iglesia, estos deben responder con valentía: Non licet! Obedire oportet Deo magis quam hominibus; y sin rebelarse, como sin doblegarse, aceptar sufrir la persecución y la muerte, si es necesario.
        
Y esto constituye gran parte de la noble historia de la Iglesia, desde el comienzo, y así será hasta el final.
   
Por lo que toca más particularmente a nosotros, este denario representa, alegóricamente, nuestra alma.

Somos la moneda de Dios; somos una moneda de plata extraviada del tesoro divino.
        
El error y el pecado han borrado la impronta que había sido estampada en nosotros.
      
Aquel que la había acuñado vino para restituirle su prístina forma: busca la moneda que le pertenece…
      
Dios, en su amor y su bondad, nos creó a su imagen y semejanza y nos ha marcado con su sello divino.
         
Llevamos esta imagen en nuestra alma, espiritual como Dios, inmortal; tiene una semejanza perfecta a Dios cuando participa de su santidad y de su gracia.
       
La inscripción es ese bello nombre de hijo de Dios y de cristiano.
        
¡Con qué noble orgullo los mártires sabían responder a los tiranos: ¡soy un cristiano!
  
Oh Jesús, enséñanos a caminar siempre en la verdad, sencillez y honestidad ante Dios y ante los hombres.
     
Ayúdanos a ser fieles a todas nuestras obligaciones de cristianos y súbditos vuestros.
       
Haz que guardemos pura y libre de toda inmundicia la imagen impresa en nuestra alma con Tu nombre bendito, para que merezcamos ser reconocidos por Ti en el día del juicio y ser introducidos al Cielo. Amén.
            

jueves, 21 de octubre de 2010

Voces de los de enfrente

LOS CRÍMENES DEL MARXISMO
EN LA ARGENTINA
                
El libro fue publicado en Córdoba y se titula “Sobre la responsabilidad.  No matar”.  No tiene un autor, sino que es la recopilación hecha por Pablo Belzagui de diversos textos originados en un debate que se suscitó a fines del 2004.  El debate se entabló en la revista “La Intemperie”, primero, y prosiguió después en otras publicaciones afines.  Cuando decimos “afines” queremos decir entre sí; esto es, entre marxistas convictos y confesos.
Sucedió que Héctor Jouvé, ex integrante del Ejército Guerrillero del Pueblo (EGP) —una banda criminal guevarista que actuó en Salta durante 1964, con la anuencia expresa del Che y bajo la conducción de Ricardo Masetti— relató muy orondo, con la impunidad que les da saberse gobierno, cómo dos de sus guerrilleros habían sido ejecutados por inconducta, bajo la decisión del mismo mando del EGP.  El relato (bajo la forma de una jugosa entrevista) se hizo desde las páginas de la mencionada publicación cordobesa “La Intemperie”, en sus números 15 y 16, y puede leerse completo en: http://www.elinterpretador.net/ensayos_articulos_entrevistas-numero15-junio2005.htm  Legítimamente molesto por tamaña confesión de Jouvé, Oscar del Barco, desde su condición de militante marxista, remitió una estremecedora carta a la misma revista, que le fue publicada (cfr. el sitio de internet anteriormente mencionado)
Esta carta de Oscar del Barco, por lo que se verá luego, no tiene desperdicio.  Es un crudo reconocimiento del carácter criminal de la guerrilla y de quienes integraron sus cuadros depredadores.  Es una confesión veraz, descarnada, hiriente y confortadora a la vez, pues no ahorra dureza de adjetivos para los homicidas rojos, glorificados hoy por la historia oficial.  Tan contundente es el testimonio de este personaje, que su sola declaración debería bastar para acabar con tanta mentira gubernamentalmente esparcida.  Era comprensible que tal carta trajera “cola”.  No sólo en el orden teórico; esto es, del debate de ideas, sino en el orden práctico.  En efecto, según cuenta desde el diario “Perfil” del penúltimo domingo de enero de 2008, Hernán Arias, reseñando la aparición de este libro, “La Intemperie sufrió la quita de apoyo publicitario y de distribución a raíz de este debate”.
Hechas estas necesarias aclaraciones, transcribimos los fragmentos más interesantes de la carta de Oscar del Barco, dirigida a Sergio Schmucler, Director de “La Intemperie” (cfr. “El Interpretador”, 15 de junio de 2005, http://www.elinterpretador.net/ensayos_articulos_entrevistas-numero15-junio2005.htm).  No hemos querido subrayar nada del original, pero recomendamos su atenta lectura.
           
Señor Sergio Schmucler:
          
Al leer la entrevista con Héctor Jouvé, cuya transcripción ustedes publican en los dos últimos números de “La Intemperie”, sentí algo que me conmovió, como si no hubiera transcurrido el tiempo, haciéndome tomar conciencia (muy tarde, es cierto) de la gravedad trágica de lo ocurrido durante la breve experiencia del movimiento que se autodenominó “ejército guerrillero del pueblo”.  Al leer cómo Jouvé relata sucinta y claramente el asesinato de Adolfo Rotblat (al que llamaban Pupi) y de Bernardo Groswald, tuve la sensación de que habían matado a mi hijo y que quien lloraba preguntando por qué, cómo y dónde lo habían matado, era yo mismo.  En ese momento me di cuenta clara de que yo, por haber apoyado las actividades de ese grupo, era tan responsable como los que lo habían asesinado.  Pero no se trata sólo de asumirme como responsable en general sino de asumirme como responsable de un asesinato de dos seres humanos que tienen nombre y apellido: todo ese grupo y todos los que de alguna manera lo apoyamos, ya sea desde dentro o desde fuera, somos responsables del asesinato del Pupi y de Bernardo.
              
Ningún justificativo nos vuelve inocentes.  No hay “causas” ni “ideales” que sirvan para eximirnos de culpa.  Se trata, por lo tanto, de asumir ese acto esencialmente irredimible, la responsabilidad inaudita de haber causado intencionalmente la muerte de un ser humano.  Responsabilidad ante los seres queridos, responsabilidad ante los otros hombres, responsabilidad sin sentido y sin concepto ante lo que titubeantes podríamos llamar “absolutamente otro”.  Más allá de todo y de todos, incluso hasta de un posible dios, hay el no matarás.  Frente a una sociedad que asesina a millones de seres humanos mediante guerras, genocidios, hambrunas, enfermedades y toda clase de suplicios, en el fondo de cada uno se oye débil o imperioso el no matarás.  Un mandato que no puede fundarse o explicarse, y que sin embargo está aquí, en mí y en todos, como presencia sin presencia, como fuerza sin fuerza, como ser sin ser.  No un mandato que viene de afuera, desde otra parte, sino que constituye nuestra inconcebible e inaudita inmanencia.
          
Este reconocimiento me lleva a plantear otras consecuencias que no son menos graves: a reconocer que todos los que de alguna manera simpatizamos o participamos, directa o indirectamente, en el movimiento Montoneros, en el ERP, en la FAR o en cualquier otra organización armada, somos responsables de sus acciones.  Repito, no existe ningún “ideal” que justifique la muerte de un hombre, ya sea del general Aramburu, de un militante o de un policía.  El principio que funda toda comunidad es el no matarás.  No matarás al hombre porque todo hombre es sagrado y cada hombre es todos los hombres.  La maldad, como dice Levinas, consiste en excluirse de las consecuencias de los razonamientos, el decir una cosa y hacer otra, el apoyar la muerte de los hijos de los otros y levantar el no matarás cuando se trata de nuestros propios hijos […] Mientras no asumamos la responsabilidad de reconocer el crimen, el crimen sigue vigente.
           
Más aún.  Creo que parte del fracaso de los movimientos “revolucionarios” que produjeron cientos de millones de muertos en Rusia, Rumania, Yugoeslavia, China, Corea, Cuba, etc., se debió principalmente al crimen.  Los llamados revolucionarios se convirtieron en asesinos seriales, desde Lenin, Trotzky, Stalin y Mao, hasta Fidel Castro y Ernesto Guevara.  No sé si es posible construir una nueva sociedad, pero sé que no es posible construirla sobre el crimen y los campos de exterminio.  Por eso las “revoluciones” fracasaron y al ideal de una sociedad libre lo ahogaron en sangre.  Es cierto que el capitalismo, como dijo Marx, desde su nacimiento chorrea sangre por todos los poros.  Lo que ahora sabemos es que también al menos ese “comunismo” nació y se hundió chorreando sangre por todos sus poros.  Al decir esto no pretendo justificar nada ni decir que todo es lo mismo.  El asesinato, lo haga quien lo haga, es siempre lo mismo.  Lo que no es lo mismo es la muerte ocasionada por la tortura, el dolor intencional, la sevicia.  Estas son formas de maldad suprema e incomparable.  Sé, por otra parte, que el principio de no matar, así como el de amar al prójimo, son principios imposibles.  Sé que la historia es en gran parte historia de dolor y muerte.  Pero también sé que sostener ese principio imposible es lo único posible.  Sin él no podría existir la sociedad humana.  Asumir lo imposible como posible es sostener lo absoluto de cada hombre, desde el primero al último.
         
Aunque pueda sonar a extemporáneo corresponde hacer un acto de contrición y pedir perdón.  El camino no es el de “tapar” como dice Juan Gelman, porque eso —agrega— “es un cáncer que late constantemente debajo de la memoria cívica e impide construir de modo sano”.  Es cierto.  Pero para comenzar él mismo (que padece el dolor insondable de tener un hijo muerto, el cual, debemos reconocerlo, también se preparaba para matar) tiene que abandonar su postura de poeta-mártir y asumir su responsabilidad como uno de los principales dirigentes de la dirección del movimiento armado Montoneros.  Su responsabilidad fue directa en el asesinato de policías y militares, a veces de algunos familiares de los militares, e incluso de algunos militantes montoneros que fueron “condenados” a muerte.  Debe confesar esos crímenes y pedir perdón por lo menos a la sociedad.  No un perdón verbal sino el perdón real que implica la supresión de uno mismo.  Es hora, como él dice, de que digamos la verdad.  Pero no sólo la verdad de los otros sino ante todo la verdad “nuestra”.  Según él pareciera que los únicos asesinos fueron los militares, y no el EGP, el ERP y los Montoneros.  ¿Por qué se excluye y nos excluye, no se da cuenta de que así “tapa” la realidad?
           
Gelman y yo fuimos partidarios del comunimo ruso, después del chino, después del cubano, y como tal callamos el exterminio de millones de seres humanos que murieron en los diversos gulags del mal llamado “socialismo real”.  ¿No sabíamos?  El no saber, el hecho de creer, de tener una presunta buena fe o buena conciencia, no es un argumento, o es un argumento bastardo.  No sabíamos porque de alguna manera no queríamos saber.  Los informes eran públicos.  ¿O no existió Gide, Koestler, Víctor Serge e incluso Trotsky, entre tantos otros?  Nosotros seguimos en el Partido Comunista hasta muchos años después que el Informe-Krutschev denunciara los “crímenes de Stalin”.  Esto implica responsabilidades.  También implica responsabilidad haber estado en la dirección de Montoneros (Gelman dirá, por supuesto que él no estuvo en la Dirección, que él era un simple militante, que se fue, que lo persiguieron, que lo intentaron matar, etc., lo cual, aun en el caso de que fuera cierto, no lo exime de su responsabilidad como dirigente e, incluso como simple miembro de la organización armada).  Los otros mataban, pero los “nuestros” también mataban.  Hay que denunciar con todas nuestras fuerzas el terrorismo de Estado, pero sin callar nuestro propio terrorismo.  Así de dolorosa es lo que Gelman llama la “verdad” y la “justicia”.  Pero la verdad y la justicia deben ser para todos. […]
          
Muchas veces nos callamos para no decir lo mismo que el “imperialismo”.  Ahora se trata, y es lo único en que coincido con Gelman, de la verdad, la diga quien la diga.  Yo parto del principio del “no matar” y trato de sacar las conclusiones que ese principio implica.  No puedo ponerme al margen y ver la paja en el ojo ajeno y no la viga en el propio, o a la inversa.
         
Yo culpo a los militares y los acuso porque secuestraron, torturaron y mataron.  Pero también los “nuestros” secuestraron y mataron.  Menéndez es responsable de inmensos crímenes, no sólo por la cantidad sino por la forma monstruosa de sus crímenes.  Pero Santucho, Firmenich, Gelman, Gorriarán Merlo y todos los militantes y yo mismo también lo somos.  De otra manera, también nosotros somos responsables de lo que sucedió.  Esta es la base, dice Gelman, de la salvación.  Yo también lo creo.  Lo saludo.
         

Oscar del Barco