martes, 26 de enero de 2010

Testigo de cargo


EL SURGIMIENTO DE
LAS LIBERTADES MODERNAS


Año 1776. Mientras en Boston los colonos insurrectos declaran la independencia de los Estados Unidos, en Londres un oscuro profesor publica un libro que lo haría universalmente famoso “Una investigación sobre la naturaleza y causa de la riqueza de las naciones”. La tesis central de Adam Smith en esta obra era, contra la percepción de la mayoría de sus contemporáneos, que lo que hace rica a una nación no es la posesión de metales preciosos sino la industriosidad de sus habitantes.

Y agregaba la famosa metáfora de la “mano invisible”. Una persona que se propone obtener ganancias de su industria o su comercio actúa como si una mano invisible transformara su empeño egoísta de enriquecimiento personal en beneficio para todos.

Conclusión inevitable que sigue siendo hoy el lema central del liberalismo económico: dejen en libertad al hombre industrioso. Él se hace rico y haciéndolo, nos hace más ricos a todos. No perturben con leyes, reglamentos e intromisiones lo que es la clave de la riqueza de una nación y el bienestar de sus habitantes. Este credo esencial tendría su correlato en la teoría liberal del Estado: para que el poder político no avance sobre las libertades de los ciudadanos (y la primera es la de crear riqueza) partamos ese poder en tres poderes (ejecutivo, legislativo y judicial). Ya que es el Estado el que puede limitar la libertad y es el mismo Estado el que debe vigilar que eso no suceda, resolvamos la paradoja haciendo tres “Estados” que se controlan entre sí.

Puede explicarse entonces que setenta años más tarde Marx escribiera, en el Manifiesto Comunista, que la burguesía había “sustituido las numerosas libertades tan firmes y tan costosamente adquiridas por la única, implacable libertad de comercio”. En 1848 Marx tenía la experiencia de las primeras etapas de la revolución industrial, la ausencia casi total del Estado y los capitalistas reinando sobre un mundo cada día más rico en mercancías pero más pobre en la nueva clase proletaria surgida de esa experiencia. Con todo, Marx era injusto: podía escribir en Inglaterra porque ésta, sede de la revolución industrial, era al mismo tiempo la pionera de otra libertad que se extendería durante el siglo XIX a Europa y buena parte de América: la libertad de expresión, que tomaría también los nombres de libertad de opinión, de pensamiento y de imprenta.

Este impulso de libertades, este afán de hacer todo lo que se puede hacer, de decir todo lo que se pueda decir, sin cortapisas, es característico del hombre moderno desde los tempranos tiempos del renacimiento. Fue tomando diversas facetas hasta que se inscribió como uno de los grandes “derechos del hombre y el ciudadano”, durante la Revolución francesa.

Así decía el artículo 10 de esa declaración: “Nadie puede ser molestado por sus opiniones, siempre que su manifestación no perturbe el orden público establecido por la ley” y el artículo once repetía, en un rapto de entusiasmo: “La libre comunicación de pensamientos y opiniones es uno de los derechos más preciosos del hombre. Todo ciudadano puede, pues, hablar, escribir e imprimir libremente. A salvo de responder por el abuso de esta libertad en los casos determinados por la ley”.

Obsérvese cómo, en ambos artículos, el derecho no es absoluto. Se halla limitado por el orden público y la posibilidad de responder por los abusos. Desde fines del XVIII a la fecha han pasado más de dos siglos. En el camino, este “segundo derecho” ha ido ampliándose y haciéndose cada vez más absoluto.

En el siglo XX, por ejemplo, se logró que el manto de la libertad de expresión cubriera la pornografía. Y esto aún en la Argentina, donde lo que la Constitución garantizaba era “la publicación por la prensa de las ideas, sin censura previa”. Los fallos judiciales otorgaron a los muslos y las glándulas mamarias de las señoritas desprejuiciadas la dignidad de “ideas” cuya comunicación no se podía impedir. Completando ese proceso, se está despenalizando en todo el mundo la calumnia y la injuria cuando se comete por medio de la prensa. La clase dominante de periodistas, docentes y gentes de letras se asegura sus privilegios: en adelante podrán calumniar libremente, usando los instrumentos culturales que dominan, a los pobres ciudadanos de a pie que sólo por casualidad logramos que la gran prensa nos publique una carta de lector.

LA TERCERA LIBERTAD

La libertad de los liberales, ese afán prometeico de hacerlo todo, de ensayarlo todo, de gustarlo todo, encierra una paradoja. Que es la terrible discordancia ente lo que el corazón humano puede anhelar y lo que la realidad permite hacer. Ese estallido de ilusiones de la Revolución Francesa con lo primero que tropieza no es, como ellos creían, con la autoridad de un Estado que prohibe. Es con la simple, dura y cruel realidad. Por eso, cuando aún no estaba seca la tinta de la grandiosa Declaración de Derechos revolucionaria, el Pontífice reinante, Pío VI, advirtió contra la “insensatez de esa igualdad y libertad desenfrenadas que parecen ahogar la razón”. Es, en efecto, la razón la que controla las imaginaciones desatadas, las ilusiones de poder hacerlo todo.

Así lo han comprobado los hombres una y otra vez, tanto en sus experiencias personales como en sus estallidos colectivos. En el siglo XX hubo por lo menos tres de esos instantes de borrachera universal. La revolución bolchevique, la “victoria” de 1945 y la década del 60. Si uno se asoma a los relatos de los protagonistas de esos momentos advierte con claridad ese estado de ánimo “fundacional”, esa sensación de que se han derrumbado cortapisas a la libertad y que desde ahora en adelante todo, todo será posible.
Ay, esa embriaguez terminó como terminan todos los abusos: con una colosal resaca, desilusión y depresión. La realidad golpeaba más brutalmente que el enemigo reaccionario, mostrando los límites de lo que el hombre puede hacer. ¡Qué bien revoloteábamos mientras duraba la droga! ¡Cómo brillaban los colores de las cosas, cómo todo parecía al alcance de la mano! Pero vino el despertar y todo se convirtió en cotidiano, gris y pedestre. Mañana hay que ir a la oficina a hacer oficios atrozmente chatos y sin sentido. El sueño de la libertad se convierte en pesadilla.

Pero hay un terreno que podemos reservarnos, dirán los hombres sabios. Un terreno en el que seguimos siendo como dioses aunque sea en el instante fugaz pero repetible del orgasmo. Es nuestro cuerpo, su calidad sexual. Allí, inclusive, dirán los intelectuales, podemos prescindir de todos los abalorios de la sociedad industrial: no se necesitan más que los cuerpos desnudos para tocar el cielo con las manos. (La sociedad de consumo se ríe socarronamente. Sabe que es capaz de convertir en dinero cualquier cosa, literalmente cualquier cosa. Y monta en un santiamén el negocio fenomenal de los anticonceptivos, de los sex shops, de la pornografía, de las clínicas abortivas).

Dicen que Lenín comparaba el acto sexual con “tomar un vaso de agua” y pronosticaba que el hombre nuevo soviético usaría de su sexo con la libertad y la falta de dramatismo con que se bebe el agua. Una vez más las ilusiones resultaron fallidas, porque olvidaban que el sexo humano está en la raíz de una institución que no hay forma fácil de suprimir: la familia. Y que banalizar la sexualidad traería, indefectiblemente, la crisis de la institución familiar.

Pero eso no detuvo al progresismo. Lo sexual sigue siendo su mejor baza y la institución familiar le parece una antigualla del pasado que el progreso barrerá. Nada que implique una relación necesaria y permanente entra en los cálculos del progresismo. Una relación de ese tipo disminuye la libertad individual del que se somete a ella.

Y ESTO PASA

Desde muchos lugares voces autorizadas hablan, últimamente, de la tiranía del relativismo. Comencemos con un pequeño ejemplo de la manera en que esa tiranía está montando su cárcel a nuestro alrededor sin que haya una reacción de signo contrario pero de fuerza equivalente. En muchas partes del mundo se está enseñando a los niños y jóvenes una materia titulada “educación sexual” que viene a ser como la coronación de la enseñanza progresista, una especie de frutilla del postre delicioso que es hoy (que quisiera ser hoy) la educación. La sustancia de la materia (anatomía y técnica sexual) se enseña con media docena de clases. Pobres docentes que tendrán que llenar años y años con tan escaso bagaje.

Ese par de inútiles y de pésimos periodistas que son Santo Biassati y María Laura Santillán mostraron en el noticiero de canal 13 del miércoles 7 de octubre un caso sucedido en una escuela de la provincia de Corrientes. Los docentes encargados de la educación sexual preparan un cuestionario destinado a alumnos de 12 a 15 años, en el que se formulan preguntas sobre sexo con un lenguaje crudo, tan crudo que provocó la reacción airada de los padres. Y también de los citados periodistas.

Vimos las excusas balbuceadas por la directora del establecimiento y las preguntas del par de periodistas. Solo faltó que alguien dijera lo inevitable: ¿qué se imaginan? ¿que estos protagonistas modernos y posmodernos de una “educación sexual” para adolescentes se van a detener en algún punto de racionalidad o sentido común? Si se tira por la borda la vergüenza, el pudor y la limpieza de alma ¿dónde se pondrán los límites?

Pero sobre todo ¿alguien cree en serio que la matera “educación sexual” tiene como meta principal educar la sexualidad? Es obvio que se trata simplemente de un paso más en la edificación del hombre nuevo del nuevo milenio. Del relativismo en los principios se pasa al relativismo en las conductas. Del “sapere aude” (atrévete a saber) de Kant se pasa al “agere aude” (atrévete a actuar). Y de esa experiencia salen hombres y mujeres absolutamente incapaces de afrontar un matrimonio y una familia. La promiscuidad y el hedonismo como programa de vida hacen imposible ni siquiera pensar en la fidelidad, el sacrificio, la responsabilidad. Y sin ellos no hay matrimonio posible, no hay familia que dure.

Y lo sexual se convierte en el lenguaje común, en instancia unificadora de la modernidad. En “Crítica” del 16 de octubre nos cuentan este asombroso cuento: En la Facultad de Arquitectura de la Universidad de La Coruña (España) un profesor encargado de los cursos de ingreso incluyó en dichos cursos a un par de señoritas que se desvestían y hacían contorsiones. ¿Un strip tease? No, dice el docente: “no se trataba de un strip tease sino de un espectáculo didáctico relacionado con los trabajos que los alumnos habían realizado durante una semana” a lo que agrega que se siente orgulloso de su iniciativa que “ayudará a los estudiantes para desarrollar mejor su trabajo”.

¿Escandalizarse? ¿tomarlo en solfa? Cuidado, que el minúsculo episodio esconde una opción trascendental, una lengua franca que se está forjando ante nuestros ojos. La caída de todas las reglas, restricciones y límites en materia sexual es el camino que se utiliza para introducir a los jóvenes en la mentalidad moderna y mantenerlos en ella. Gramsci se quejaba de que los católicos tenían un discurso que podía ser entendido por una viejecita y por Santo Tomás, mientras que la doctrina moderna carecía de ese elemento unificador. ¡Eureka! Ahora lo han encontrado y lo utilizarán sin demora. Lo sexual es un lenguaje que todo el mundo entiende y todo el mundo practica. Es cuestión de conquistar a la juventud prometiéndole una vida de continuo goce. Una vez que entró por esa puerta automáticamente rechazará toda opción que implique sacrificar ese horizonte.

UN LIBRO ESTREMECEDOR

No es una gran novela. La anécdota es mínima y los personajes están pintados con cuatro trazos gruesos. Y sin embargo, es uno de los libros que más me ha impresionado en muchos años. Es como si revisando viejos papeles de mi abuelo de pronto me encontrara con un mensaje destinado a mis ojos, un mensaje escrito en un lenguaje que yo imaginaba que mi abuelo no dominaba.

Me refiero a “La última escapada”, la novela de Michael O’Brien que editó en castellano la editorial Libroslibres de España y que me acaba de regalar mi buen amigo ARP. El autor es canadiense y uno de los poquísimos novelistas católicos que quedan. Porque cuesta dar ese título a personajes como Brian Moore o Piers Paul Read, que son más bien católicos que escriben novelas en las que su fe no es la raíz de su literatura y solo está presente en algunos temas.

O’Brien, autor de “El Padre Elías” (que aún no he leído) es un católico en serio que tiene perfectamente en claro todo lo que implica hoy identificarse como tal. ¿Cuál es el mérito de esta novela? La claridad y profundidad con que el autor entiende la situación actual del mundo. ¿Por qué me impresionó tan hondamente? Por la similitud de sus planteos y la situación que vivimos en la Argentina quienes sostenemos principios religiosos y nacionales. El protagonista debe enfrentar el asedio del Estado en la educación de sus dos hijos y oponiéndose categóricamente al Nuevo Orden Mundial y su proyecto educativo, decide huir. No contaré cómo ni cómo culmina su intento por razones obvias, pero además de esas razones porque en realidad no es ése el tema central de la novela.

Lo esencial que se relata es la situación del mundo, el relativismo convertido en religión y la minuciosidad del ataque a todo lo que pretenda escapar a ese esquema.

Pero hay algo más, clamoroso en el libro de un católico de formación tradicional que enfrenta ese tema. Es la estrepitosa ausencia de la Iglesia. En las últimas páginas hay un sacerdote (enfrentado con la jerarquía) que ayuda a los fugitivos. Y eso es todo. Uno quisiera saber si la Iglesia oficial con sus obispos, sus edificios, sus bienes, tuvo algo que hacer —o por lo menos decir— en el caso de un católico perseguido tan malignamente, tan injustamente. Nos quedamos con las ganas. ¡Esto sí que es “brillar por su ausencia”! Éste es, en mi opinión, el rasgo más contundente, más llamativo y más terrorífico del libro. Un católico en lucha a muerte contra el sistema moderno, un hombre en situación de martirio, no puede contar con la ayuda de la institución fundada por Cristo para cumplir ese papel, con dignatarios que deberían ser los servidores de los fieles. De eso trata este libro sin decir una palabra sobre ello. Ese “hueco”, esa dolorosa ausencia es lo primero que el lector debe explicarse.

El meollo del libro (en cuanto es más ensayo que novela) está en la conversación del protagonista con su padre, un convencido socialista, entre las páginas 129 y 154. Hay allí, entre otras cosas, una evaluación del fenómeno fascista que no es la mía, pero que no alcanza a oscurecer las identidades más profundas. Por ejemplo, esta descripción de la educación actual: “Estáis jugueteando con la interioridad de una criatura misteriosa, la persona humana. Médicos brujos os han convencido de que sus teorías sobre el funcionamiento del ser humano en realidad son hechos… Casi todas sus teorías son pura mitología… pero mientras tanto funcionan como sistemas de fe, con sus propios textos sagrados y liturgias y chamanes. Es un culto, una secta que se ha apoderado de una cultura por entero en una o dos generaciones. Sale victoriosa a vender sus dogmas como ciencia. Todo el mundo los toma así, al final…” El padre le dice: “Por supuesto, te refieres a tu odio principal, la psicología”. Y el protagonista responde: “Y a la sociología y a la antropología”.

LA DECADENCIA DEL INTELECTUAL

¿Y qué pasa con una cultura dominada por intelectuales que han perdido el rumbo? Primera objeción ¿han perdido realmente el rumbo? Veamos los tres disparates mayúsculos de la cultura actual que prueban la desorientación de esos brujos que menciona O’Brien.

La educación sin autoridad. En cualquier sistema educativo nos encontramos con alguien que viene a reclamar a ese sistema que se le proporcione algo que no tiene: conocimientos. No los tiene el sujeto pasivo de la estructura, el alumno y tampoco los tiene el padre que lo anota en un colegio.

Eso crea inevitablemente una relación de jerarquía entre quienes dan conocimientos y quienes lo reciben, donde hay dos cosas inevitables: confianza y autoridad; sin confianza nadie entrega la formación de su hijo a otro; sin autoridad el sistema no funciona pues hay una relación desigual que la exige. Se puede desear —y lograr— que esa autoridad se ejerza con inteligencia y moderación, pero no se puede manejar un colegio sin autoridad. Rota la autoridad se rompe la confianza, los padres se ponen del lado de sus hijos en la disputa con autoridades sin autoridad y el resultado es el colapso de la educación.

La justicia garantista. Esta es una aberración que tiene todo el aspecto de esas pesadillas con apariencia lógica, pero una lógica dañada en sus supuestos más elementales. Se parte de una comprobación: los delincuentes se reclutan en su mayoría en las capas pobres de la población. La represión de la delincuencia se pinta entonces como un sistema por el cual los ricos oprimen a los pobres. Se olvida, claro, que no los reprimen en tanto pobres sino en tanto delincuentes. Pero se olvida sobre todo algo elemental: que la represión del delito es algo exigido por la convivencia y que no hay manera de evitarla. La prueba de ello es que nadie —ningún régimen político— ha podido escapar de ese dilema. Se puede mejorar la situación de los pobres y se pueden humanizar los sistemas represivos, pero en todos los caso habrá que tener en cuenta la defensa de los inocentes de frente a la agresión de los culpables.

El estallido de la familia. Todas las reivindicaciones de la modernidad suponen la elevación de los problemas a normas. El divorcio como fracaso del matrimonio, el aborto como fracaso de la paternidad, la homosexualidad como fracaso del sexo normal. En cada caso, se razona a partir del fracaso y se defiende ese fracaso como engendrador de la norma. La consecuencia inevitable es el estallido de la familia monógama, con un padre y una madre con funciones imprescindibles e irremplazables. Y una sociedad es tan feliz como lo son sus familias.

Nuestra sociedad actual está edificada sobre estas tres aberraciones y una media docena más. Lo grave es que tener la razón cuando es contraria a los errores del conjunto desemboca en la situación descripta por Poe en su famoso cuento en el que un manicomio es administrado por los locos que se han apoderado de los controles. Esta sensación es particularmente vívida en la Argentina, en la cual todas las clases dirigentes parecen haber elevado a los niveles de conducción a una pandilla de dementes dignos del chaleco de fuerza. Seamos justos: las sociedades europeas también están en manos de locos, solo que estos son más educaditos y limpitos que los nuestros. ¿O no? Las hazañas de Zapatero, Berlusconi y Sarkozy parecen a veces emular las de nuestra presidenta, su cónyuge y acólitos.

SOBRE DUEÑOS Y ESCLAVOS

En “La Nación” del 13 de septiembre de 2009 una señorita llamada María Fernanda Mugica opina a toda página en la sección “Espectáculos” que “los teenagers toman el poder”. He aquí como describe el asunto: “Desde que miles de chicas se desgarraban en gritos histéricos por los Beatles en la década del 60, el negocio del entretenimiento preadolescente y adolescente fue cambiando hasta convertirse, en el presente, en una millonaria industria multiplataforma (sic). Ya no basta con sacar un disco o estrenar una película: las ideas y los personajes se convierten en verdaderas marcas que son explotadas de distintas maneras. Así, una chica o chico de hoy puede ver su programa de televisión favorito, asistir al espectáculo teatral basado en el mismo, comprar el CD de la música, leer las noticias sobre sus ídolos en la página web y llevar al colegio una cartuchera decorada con sus personajes favoritos”. Lo crea Usted o no, este fenómeno le permite a la señorita Mugica sostener que los pibes (es decir los teenagers) “han tomado el poder”.

Es evidente que la señorita Mugica no ha dedicado ni cinco minutos de su valioso tiempo a pensar un poco sobre lo que escribe. Voy más allá: nadie pretende que una periodista de algo tan frívolo como son los espectáculos de la era de la diversión, escriba un tratado de Ciencia Política. Pero este testigo fiel de nuestra época se siente obligado a reaccionar cuando se escribe una “contraverdad” tan flagrante, una afirmación tan diametralmente opuesta a lo real. Porque como más de una vez hemos dicho, el sistema liberal capitalista no se caracteriza por aplicar una política económica determinada sino precisamente por la distribución del poder en la sociedad. Lo que pasó en el siglo XVIII no fue simplemente la irrupción de ciertas libertades sino sobre todo el comienzo de una reducción del poder político en beneficio de poderes económicos y culturales emergentes.

Y sucede que el crecimiento del negocio de la diversión adolescente es un fenómeno que encuentra su explicación en una tendencia generalizada de ascenso del poder cultural y económico. Todas esas maravillas que explica Mugica: el programa de TV, el teatro, la web, no las han creado ni dispuesto los teenagers sino que la industria del show las ha ideado para ganar dinero. Pero, un momento. ¿No es acaso verdad que los directivos del show business han tenido que plegarse a los gustos de la chiquillada?

Tanto como el marketing de las otras industrias explora los gustos de su clientela por el método de prueba y error pero cocina sus productos sin otra pauta que la de la aceptación mayoritario. Esa es la prueba de fuego. Lo que se hace, en el mundo del negocio del espectáculo, está ordenado no por el bien de los consumidores sino por las exigencias del negocio. Los teenagers, mal que le pese a Mugica, no tienen ningún poder en esa decisión final que es la que importa. Son sujetos pasivos de un formidable negocio que ha aprendido que los pesos de los chicos valen tanto como los que gastan los grandes.

SOBRE LENGUAS Y DESLENGUADOS

¿Qué quiere que le diga? A mí me causa una gracia enorme ver cómo se rasgan las vestiduras los cronistas con la catarata de guarangadas que se desató en octubre y tuvo como protagonistas principales a Reutemann, Maradona y de Narváez. No es, claro, que yo defienda o justifique ese desagradable torneo de malas palabras y alusiones a las partes pudendas. No, mi risa viene de otro costado. Vamos a ver. Si Usted entrara a un prostíbulo ¿se quejaría de que las hetairas mostraran más o menos centímetros de su epidermis? ¿No sería un poquito ridículo? Si lo hiciera, le podrían objetar que Usted desconoce las reglas del juego que se juega en una casa de tolerancia.

Bueno, aquí también. La TV está basada en el escándalo, vive del escándalo, respira escándalo, se alimenta con escándalo, no existiría sin escándalo. Y el escándalo implica sorprender, hacer algo capaz de conmocionar, de romper en apariencia las reglas para obedecer más completamente fiel a las reglas verdaderas. Que son las del negocio. La TV vive del rating y el rating se consigue con escándalo. Justamente la amenaza que se cierne en el futuro de la caja boba es el momento en que ya nada escandalice. Pero todavía falta.

El 18 de octubre pasado en “La Nación” se publicó un largo artículo de Pablo Sirven cuyo título anunciaba el contenido: “Algo huele a podrido en los deslenguados”. ¡Santo Dios! No se cuál lenguaje es peor: si el de Diego Armando o el de Pablo. Veamos una breve antología de lo que dice este último: “vómito verbal”, “verba (propia) de baños de estaciones ferroviarias”, “estilo carrero”, “fascismo andante”, “groserías defecadas por el ex crack”, “ordinarios depredadores que vienen haciendo un aporte fundamental a la involución integral de este país”, “ortografía de infradotados y cero ideas”, “aluvión de creciente escatología y procacidad”, “publicitarios que no dejaron de anunciar sus marcas en medio de charcos pestilentes”, “contaminación del lodazal que se nos viene encima”, “lenguas desmañadas (que) vuelven minando el territorio que pisamos todos”.

¿Qué tal? El fascismo, claro, no podía faltar. Es como un avisito que quiere decir “yo critico la TV pero estoy de este lado ¿eh?” Mucha palabrita violenta pero —quiere decir Sirven— yo no aceptaría jamás una censura que nos privara de vómitos verbales o estilo carrero. Un Estado que cumpliera con su deber es fascismo. Un Estado que sabe quién manda en verdad eso es democracia liberal.

CUESTIÓN DE PACKAGING

Últimamente me sentí muy mal. Estoy coincidiendo con gente con la que hubiera jurado que no iba a coincidir jamás. Por ejemplo, cuando Lilita Carrió sostiene que la esencia de los Kirchner es que son jefes de una banda de ladrones que disimulan su verdadera faz haciendo política. No se trata de tremendismo ni de epater ningún burgués. Es una conclusión racional inevitable si se analiza la historia del matrimonio felizmente reinante.

El 14 de octubre pasado sufrí otro sobresalto cuando me encontré coincidiendo con la Señora Moria Casán. Que ese día declaró, a un periodista de “La Nación”, que ella era “una intelectual, pero con otro packaging”. ¡Vea Usted por dónde! Sí, en el mundo actual todo es cuestión de marketing y de packaging. Es decir, todo es cuestión de vender lo más posible y para eso todo es cuestión del modo en que el paquetito queda envuelto. Claro que en el caso concreto de Moria podría objetarse que se trata de un modelito un tanto demodé, pero eso aquí no viene al caso.

El periodista quiere saber algo sobre la participación de Moria en una obra teatral de Copi, ese desdichado fantasmón homosexual que han convertido en un dramaturgo a la altura de Lope de Vega. Y ella arremete sin miedos. “La gente tiene tantos prejuicios con los espacios culturales que todo se transforma en una cosa de pseudo intelectuales, pseudoculturales (sic), pseudo artistas”. Muy, muy claro no está pero ella sigue adelante: “Yo soy una intelectual. No creo que haya tanta diferencia, es que tengo otro packaging… porque esto es como un under, pero jeraquizado, europeo…”

Bravo, Moria, así se habla. Lo que pasa no es que Moria se haya intelectualizado. Es que los intelectuales se manejan con la misma solvencia que Moria y entonces las diferencias, salvo las de packaging, tienden a diluirse. Por ejemplo: Juan Pablo Feinmann manosea a los filósofos en las noches de domingo por la pantalla de TV. ¿Qué lo diferencia de Moria? Obviamente, el packaging. Y nada más.

POESÍA QUE PROMETE

En un reportaje publicado el 30 de julio pasado en “Alfa y Omega”, la revista de la Conferencia Episcopal española, le pregunta el cronista a O’Brien (el autor de la novela arriba comentada) “¿Por qué hay tan pocos escritores católicos de éxito?” Y contesta: “Un gran número de escritores católicos ha decidido no expresar los temas cristianos en su trabajo. Como el joven rico del Evangelio, rechazan la llamada a ir por un camino más peligroso y también más bello. Olvidan que ese camino lo recorrerán con Cristo y con el poder del Espíritu Santo, ante quien caerán barreras imposibles. En última instancia es una cuestión de fe y de esperanza. La revolución materialista neutraliza más eficazmente la disidencia no por la violencia sino por la negación de espacio en el que crecer”.

Importante cuestión que se vincula con la retirada de la Iglesia de los espacios culturales, con la casi desaparición de una novelística y una poesía de inspiración cristiana. Y esto desde la segunda mitad del siglo XX, después de haber tenido decenas de grandes escritores, de Claudel a Bernardez, de Chesterton a Papini, de Tolkien a C.S. Lewis. Alrededor de la fecha del Concilio Vaticano II esa fuente se agotó. Sobreviven un puñado de novelistas que tienen que enfrentar el más absoluto silencio de los suplementos culturales y el desprecio de los jurados de premios y concursos.

José Antonio Primo de Rivera dijo que “a los pueblos no los mueven más que los poetas y ay de quienes no sepan levantar, frente a la poesía que destruye, la poesía que promete”. Profunda verdad que debería hacer llorar a nuestros obispos. Porque la Iglesia también necesita la poesía que promete.

En una noche del fin de semana porteño se presentan docenas de piezas teatrales. Las páginas culturales de los diarios se llenan de noticias de libros que día a día se escriben, publican y difunden. Y no hay en toda esa producción, la mayor parte de las veces, ni una línea que prometa y muy pocas que no sean explícitamente destructivas de todo lo que los cristianos amamos y respetamos. En sus palabras, O’Brien apunta también a un fenómeno que denunciara Solyenitsin en su famoso discurso de Harvard: la decadencia del coraje. Quienes pudieran poblar nuestra imaginación de metáforas y seres que enciendan la esperanza han retrocedido porque no se atreven a enfrentar al monstruo, a la cultura vigente que ya ha dejado de ser no cristiana para volverse explícitamente anti cristiana.

El progresismo, es decir el modernismo resucitado, ha contribuido a esta situación catastrófica tratando de achicar la distancia entre poesía profana y poesía sacra, entre novela católica y novela mundana, sin lograr más que unos pocos híbridos sin valor. Lo cierto es que así estamos, navegando a oscuras, vacíos de promesas y cercados por la destrucción.

Aníbal D’Ángelo Rodríguez

1 comentario:

Anónimo dijo...

Muy bueno el artículo, claro y aleccionador. Pero yo no tengo esperanzas porque la monarquía también estaba corrupta. El hombre es corrupto, Y bajo cualquier sistema.Liberalismo o monarquìa, democracia o comunismo, lo que sea, siempre es la misma basura la que hierve en la cacerola.Y corupto también dentro de la misma Iglesia. No hay forma de cambiar esta situaciòn y debemos esperar cada uno que Dios se apiade de nosotros el día del Juicio.
Saludos, Fabio Pesci