viernes, 3 de julio de 2009

Nacionales


AL RESCATE
DE LA VERDAD


“Hubo treinta mil desaparecidos por pensar diferente”
Néstor Kirchner (“La Nación”, 12 de marzo de 2004)

“El secuestro lo hacíamos porque no encontrábamos otra forma para resolver el financiamiento, pero éramos conscientes del dolor que producíamos” (…)
“Los que se tienen que arrepentir son los que cometieron terrorismo de Estado”

Gorriarán Merlo (“Noticias”, 13 de marzo de 2004)

CONFUSIÓN

Es impresionante comprobar cómo se puede alterar la memoria del inmediato pasado, más allá incluso de las explicables tendencias de quienes lo describen. Tal vez esto se deba no solamente al peso de las ideologías, sino acaso a la influencia de multitud de medios que facilitan la difusión de opiniones que oscurecen la visión histórica, muchas veces servidas de modernas técnicas capaces de apabullar a la verdad.

Aparte de la reflexión científica que interesa a los historiógrafos, el hecho es que los testigos de lo ocurrido —por ejemplo aquí, en la década del setenta— están corriendo el riesgo de desconfiar de sus propias neuronas. La gravedad del problema aconseja pues, apelar a los requisitos del historiador que enseña la misma etimología del término. Conforme a Barcia, en efecto, la palabra historia deriva de histör, el testigo, el que sabe una cosa porque la ve; de donde viene la significación de sabio que tiene el griego “histör”.

Sin pretender, por cierto, quedar incluido en la última calificación, uno que ha visto lo que ocurrió en aquellos años con plenitud de criterio y espíritu despierto, no puede menos que sobresaltarse cuando un ministro impone su versión histórica sobre hechos que no presenció; o que ocurrieron cuando —a lo sumo— era un niño.

Del sobresalto al imperativo de buscar el equilibrio, a favor sobre todo de las jóvenes generaciones, hay un breve trecho que procuran salvar estas líneas, aunque sea incipientemente.

Primero fuimos testigos de muchas cosas que acaso fueron preparando el advenimiento de los tremendos años. Por ejemplo, en pleno régimen militar (pero el anterior al que fue llamado “Proceso”) entrábamos a la Facultad para dar nuestras modestas lecciones de Ética Social, al tiempo que nos abríamos paso entre la multitud de cartelones maoístas que ocupaban la recepción.

Debo recordar que por entonces amplios sectores del alumnado venían imbuidos de ideas marxistas —sin duda por las influencias del medio y las lecturas desordenadas— pero lejos estaban del feroz espíritu violento que se despertaría más adelante. Más aún, recuerdo el acompañamiento de los muchachos, atentos y dedicados a la investigación con mutua simpatía, pese a que alguna vez un popular matutino nos regalara con máxima sorna el mote “aristotélico tomista”.

Eso sí, pese al ambiente deletéreo que se iba formando, nunca asistimos a violencias represivas.

¿Cómo pudo afirmar entonces el ministro Daniel Filmus, que en educación se trabajaría para “la construcción de la memoria colectiva”, para concluir —refiriéndose a los procesos históricos y políticos como los de la época memorada precedentemente— que terminaron instaurando el llamado “terrorismo de Estado”? (cfr. “La Nación”, del 12 de noviembre de 2006, pág. 19).

Después, sí, se precipitó el terrorismo, pero no con estragos producidos por el Estado ni por “la violencia de izquierda y de derecha”, como desliza un error del reciente fascículo 99 editado por “La Nación”, “El fin de un ciclo histórico”. A no ser que por “derecha” se entienda todo aquello que sirva para explicar y justificar el ataque terrorista que asoló a la Argentina. Lo realmente ocurrido fue una lucha librada por las fuerzas de seguridad de la República —bien o mal conducidas, la calificación no pertenece a esta nota— contra la agresión que intentaba asaltar el poder con fuerte apoyo foráneo.

Eran bandas subversivas, de ideología marxista en las que militó también gente joven, tristemente engañada. Pero ellas no representaban ninguna porción ponderable del pueblo argentino (menos del uno por ciento).

Se hace imposible olvidar el pánico que por ese entonces envolvía a toda la gente, ansiosa de que se restableciera la seguridad pública, quebrada en cualquier momento por la voladura de edificios y medios de transporte o por la matanza a mansalva de hombres indefensos, mujeres o niños. Como dan una idea los asesinatos de los sindicalistas Timoteo Vandor, Alonso y José Ignacio Rucci, de los profesores Jordán Bruno Genta y Carlos Sacheri (este último, delante de toda su familia); y de empresarios como Oberdán Sallustro.

Y las torturas prolongadas durante meses hasta la horrible muerte de los coroneles Argentino del Valle Larrabure e Ibarzábal; las extorsiones y los secuestros en “Cárceles del Pueblo”; los innumerables atentados contra militares y policías, en servicio o fuera de él; las emboscadas; las bombas en cualquier parte o las ráfagas de metralletas en plena calle.

Todo teñido de una crueldad especial, sin duda también dirigida al amedrentamiento de la población. Más los “ajusticiamientos” de individuos de las propias filas, ejecutados en castigo de deslices por orden de los cabecillas.

DOS EJEMPLOS INSOSPECHABLES

En aquella sesión del 4 de septiembre de 1975, el por ese entonces senador radical Fernando de la Rúa manifestaba sobre estas cosas lo siguiente: “…también han fallecido, quiero remarcarlo, dos víctimas completamente ajenas a cualquier circunstancia pública… perdieron la vida como consecuencia de la explosión de una bomba asesina”. Y en aquel mismo ámbito, el 10 de marzo de 1976, el senador Eduardo César Angeloz expresaba nerviosamente: “Los hechos ocurridos ayer en Córdoba se han venido repitiendo… Debo confesar que en el día de hoy he golpeado las puertas: la del señor Ministro del Interior; la de la Policía Federal; la de algunos hombres del Ejército… desde esta banca aparezco impotente para proteger la vida de los habitantes de Córdoba…”

A contrapelo de lo sucedido, lo único que se inculca por múltiples medios es que los militares no hicieron otra cosa que cometer toda clase de tropelías. Y que la sociedad apretujada por el miedo a “la tiranía” castrense, solamente esperaba su liberación… De tal modo —como en las ya sobrepasadas predicciones orwellianas— van modificando sin pausa las comprobaciones históricas.

Finalmente, la hipérbole y la metáfora han conseguido plasmar la paradoja de que el terrorismo no fuera causa sino víctima del terror, consagrándose una desfiguración de la historia, cuyas consecuencias éticas y políticas son fácilmente previsibles.

A esta altura —o bajura— posiblemente la salida del caos desatado fuera que se baje el telón, en homenaje a la tranquilidad. O mejor, que se suba para todos, separando la leyenda ideológica en rescate de la verdad.

J.E.O.A.P.

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