miércoles, 22 de julio de 2009

Doctrinales


NOSOTROS,
LOS AFÁSICOS


En oportunidades anteriores nos referimos a cierto delirio cuantofrénico de quien se obsesiona por los números y los porcentajes, en desmedro de las cuestiones sustanciales. Por más que ante tamaño afán aritmético queden en el camino las verdaderas categorías axiológicas del quehacer humano.

Es el igualitarismo revolucionario que empareja las cosas —y también las personas— con regla y compás. Es la misma revolución que quiere el amor fraterno, a condición de matar al Padre, y la libertad, aunque haya que imponerla con sangre y terror, consolidando cada vez con más evidencia el conocido y padecido totalitarismo de los liberales.

Esta falsa igualdad le tiene un pánico atroz al proverbial “llamar a las cosas por su nombre” y más cuando el hacerlo pueda marcar diferencias importantes.

Habrá que insistir con aquello de que en la crisis de la inteligencia, y de su mejor fruto que es la palabra, está el origen de muchos de los demás desbarres.

No llamar a las cosas por su nombre es una forma de matarlas. Los ideólogos han cometido este asesinato. Pero no seamos nosotros homicidas culposos o cómplices inadvertidos. ¿Qué pasa si nadie celebra las cosas de nuestra Patria? ¿Qué si las proezas de los héroes y el testimonio de los santos enmudecieran? Cuánto se minimiza al decir “son palabras, nada más”.

Ya conocemos —especificaciones de lado— que la afasia es un trastorno del lenguaje en relación a la expresión (verbo externo) o a la correcta denominación del objeto (verbo interno). Pero la peor afasia —si de analogías se trata— es la moral.

Una cultura afásica es la que ha roto el puente que comunica la inteligencia con la Verdad. Entonces, las cosas terminan cercadas por ruidos incapaces de henchirlas y de refundarlas por medio de la palabra.

Por momentos parece que quedó atrás aquella crisis en torno a la palabra y al diálogo por la cual los términos equívocos o la ambigüedad en el lenguaje no dejaban brillar el logos. Fue seguida por otra crisis que parece más grave aún: la ruina de la inteligencia, pero promovida por la voluntad. La voluntad sostenida y obstinada de no nombrar las cosas, de no convocarlas a la existencia por el verbo justo. El relativismo hiere de muerte a la inteligencia porque le niega la solidez inmutable de las esencias, pero también envenena lentamente la voluntad porque le inspira el desprecio por el lenguaje rotundo del sí, sí; no, no.

Para el mundo relativista es un gesto de soberbia recordar imperativamente que “alguien tiene que decir la verdad”. Claro, ¿quiénes somos para decir que uno más uno es igual a dos? Pero nuestra Patria se derrumba, cada día sufre una nueva herida y nadie llama al pan pan y al vino vino. Y no sólo la patria es la derrumbada,claro.

¿Cuándo se va a decir que los adalides de los derechos humanos tienen un profundo desprecio por la vida, natural y sobrenatural?, ¿por qué tantas vueltas para aceptar que la Argentina necesita un nuevo bautismo, porque aquí el problema no es económico en primer lugar, sino moral y religioso?, ¿cuánto más tenemos que soportar para que brille con claridad la certeza de que la justicia es una parodia, caprichosa, revanchista y perversa; o que el sistema actual no pasa ni el primer examen de sensatez; o que el recuento de papeletas no tiene ninguna vinculación con la virtud probada de los que deben gobernar?

Con los afásicos morales no se puede dialogar porque no es posible el diálogo sin el logos. Pero vinculan a priori la soberbia con el sí sí no no. La firmeza en la palabra es una afrenta al dogma democrático y a la teología del consenso.

Pues entonces debemos estar dispuestos a la “rigidez” y al “totalitarismo” de llamar a las cosas por su nombre, y dejar de usar nombres para esconder las cosas. Hablar para ocultar el pensamiento es una curiosa forma de afasia y muy común cuanto eficaz —por ejemplo— en la política.

Lo “innombrable” ya no es el demonio sino la esencia de las cosas. La subversión ha logrado todos los objetivos: si se habla de Dios, del orden natural o de los principios morales, se está violando un pacto de neutralidad y silencio que habrá que pagar con la censura y el castigo. Pero si se habla del ateísmo, la supuesta neutralidad moral, la contranatura, es libertad de expresión y apertura mental.

Entonces, nadie pronuncia ya las palabras sustantivas y quedan cautivas del enemigo. Debemos abalanzarnos sobre ellos y recuperar lo que es nuestro. Para el marxismo la palabra no es heraldo de Dios, sino el medio privilegiado para confundir las inteligencias y por tanto —dicho en lenguaje ideológico— un excelente instrumento de dominación. ¿Qué es una palabra noble en la boca de un desgraciado?

¡Pobres de nosotros si somos afásicos voluntarios! Si hemos visto la verdad pero no damos testimonio de ella con el verbo justo. No por ignorancia, sino porque no queremos. Las piedras —por advertencia de Dios— están prontas a gritar la verdad si nosotros no lo hacemos.

Por eso, tiemblen los enemigos de Dios, que con su Verbo restauró todo, y nos volverá a juzgar. Y también sintamos temblor quienes queremos ser soldados de Cristo y amigos de Dios, y no estemos resueltos a tomar entre las manos esta vocación fundante, metafísica y urgente de llamar a las cosas por su nombre.

Jordán Abud

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