viernes, 13 de febrero de 2009

Económicas


EL MAGISTERIO DE PÍO XII Y LA CRISIS FINANCIERA

EL NACIMIENTO DE LA BANCA MODERNA

Para iniciar el desarrollo de este punto será conveniente recordar que dinero es todo elemento que se utiliza y es aceptado, normalmente, como medio de pago. En esta definición se pueden incluir tanto las monedas metálicas, los billetes, como letras de cambio, pagarés, cheques, acciones al portador, transferencias bancarias, etc.

En el medioevo, las necesidades comerciales implicaron la creación de nuevos instrumentos mercantiles, siendo uno de ellos la moneda fiduciaria. El término fiduciario deriva del término latino, “fides”, es decir, confianza. También se suele conocer a este tipo de moneda como representativa o convertible.

Visto que una de las especies de la moneda podían ser los certificados que los banqueros emitían sobre los depósitos de los ahorristas, y en la medida en que la firma del banquero era considerada debidamente solvente, estos certificados comenzaron a circular y ser libremente aceptados, cumpliendo con uno de los requisitos que debía tener cualquier elemento que funcionara como medio de pago.

En beneficio de esta práctica, se encontraba la versatilidad que significaba la transmisibilidad de tales papeles y la seguridad de no tener que movilizar las monedas de oro y plata, difíciles de portar en grandes cantidades en razón de su volumen. El incremento del intercambio comercial al que hicimos referencia, dio impulso a este tipo de medio de intercambio, haciéndolo de aceptación generalizada. En la medida en que los emisores de dichos títulos gozaran de confianza comercial no era demasiado frecuente que quienes poseyeran tales certificados, pasaran por el banco a solicitar que los mismos fueran redimidos por el banquero depositante.

Muy por el contrario, en general, se prefería que dicho trámite lo efectuara otro, normalmente alguno de los proveedores del comerciante en cuestión al que se le entregaba tal certificado. No difiere el mecanismo descripto con la suerte que corren los cheques emitidos al portador en los sistemas bancarios actuales.

Durante cierto período, estos banqueros privados se limitaron a emitir billetes representativos de la moneda metálica, depositada en sus cajas fuertes, en la medida estricta en que recibían tales depósitos de manos de su clientela. No pasó mucho tiempo para que los pioneros de la banca moderna se dieran cuenta de un fenómeno que permitiría un cambio que se convertiría en revolucionario.

De la observación sistemática de sus registros contables, constataron que difícilmente del total de los depósitos recibidos los tenedores de los títulos representativos retiraran en forma conjunta un porcentaje mayor al diez por ciento de las monedas de oro o plata dejadas a su resguardo. Lo que para nosotros parece en principio otro de esos tediosos datos estadísticos con los que nos suele abrumar la modernidad, fue para los aprendices de banqueros la base de un negocio colosal.

Para explicar tal negocio tratemos de pensar como estos banqueros. Tenemos en depósito cien monedas de oro, por las que se han emitido cien títulos representativos de dichas monedas. En promedio nunca se sacan más que diez monedas de oro. Es decir, algunos retiran parte de esas monedas, otros depositan y reciben a cambio dichos certificados, así, sin solución de continuidad. Es decir que la mayor parte de los depósitos duermen tranquilamente en manos de los depositarios.

Así planteado el asunto, era una tentación irresistible emitir títulos sobre las noventa monedas restantes de modo tal que, teniendo el banquero en sus arcas cien monedas y procediendo a emitir títulos por novecientos, se logra cubrir la suma que normalmente se les reclama. En otras palabras, tiene cien monedas guardadas y mil títulos emitidos contra tales monedas. Se logra así mantener la proporción mínima establecida del 10 por ciento de respaldo.

Ahora cabe preguntarse qué hicieron con esos títulos emitidos sin respaldo, que no corresponden a ningún depósito real. Muy sencillo, los prestaron a interés. La nueva operatoria sólo suponía algún riesgo, si todos los tenedores de certificados se presentaban en forma conjunta a retirar el dinero metálico. La experiencia indicaba que eso sólo acontecía si se producían circunstancias especiales como guerras, catástrofes naturales, o alguna conmoción interna. En la medida en que tales hechos pudieran preverse, los banqueros se cubrían en salud, reclamando a los tomadores de sus préstamos las sumas adeudadas, que tenían que ser devueltas en metálico.

A los efectos de dejar en claro cómo se cierra el circuito, los tomadores de los préstamos efectuados por el banquero los cancelaban en metálico, los titulares de los certificados procedían a retirar las monedas inicialmente depositadas. Los otros tenedores de los certificados emitidos sin respaldo, podían efectivizarlos de la misma forma, sin sobresaltos, ya que el banquero había cobrado los préstamos realizados contra tales títulos.

Cerrado este circuito, parecía que todo volvía a estar como era al principio. Pero esta apreciación es insuficiente, ya que el banquero llenó sus bolsillos, cobrando suculentas sumas, en concepto de interés por los préstamos otorgados.

Cabe preguntarse qué acontecía si el banquero no lograba cerrar el circuito. Una pronta bancarrota, y quizás el linchamiento de aquél, terminarían la historia.

Desde ya que la operatoria descripta chocó en un principio con un serio obstáculo. Me refiero a la prohibición existente, en esos entonces, al préstamo a interés. Pero esto es parte de otra historia…

LA REFORMA PROTESTANTE Y LA USURA

Como anillo al dedo les vinieron a estos proto-banqueros las nuevas ideas que motorizó la denominada Reforma Protestante. El pensamiento calvinista, con su particular visión de que los logros económicos eran una forma de manifestación de la adhesión divina, propagó la vocación de lucro desmedido.

Las nuevas interpretaciones de los textos bíblicos, llevadas a cabo por los teólogos protestantes, buscaron descalificar las conclusiones del magisterio pontificio respecto de la prohibición de cobrar interés.

Esta nueva lectura del tema no tardó en volcarse en la legislación civil, y en muy poco tiempo la prohibición de cobrar interés quedaría definitivamente en el recuerdo en las naciones protestantes.

Asimismo, la legitimación del préstamo a interés posibilitaba el perfeccionamiento de la operatoria descripta. Ahora el banquero podía ofrecer a sus depositantes un módico interés a los efectos de conseguir darle plazo cierto a las colocaciones de aquéllos. Eso posibilitaba evitar cualquier sobresalto e imprevisto.

CONCLUSIÓN

No habrá que ser demasiado avezado en materia económica para darse cuenta del notable poder expansivo que tiene el proceso de creación del dinero bancario. En poco tiempo, unos de los grandes problemas con que se encontrarían estos financistas radicaría en encontrar interesados solventes en solicitar sus préstamos. Tal demanda fue satisfecha con los requerimientos de dinero que significaron los nuevos descubrimientos geográficos y las guerras de religión. Más recientemente las nacientes republicas iberoamericanas serían fácilmente engañadas por los financistas internacionales, y no tardarían en endeudarse con dichos usureros, hipotecando en buena medida su destino histórico.

Otro corolario importante radica en el simple hecho de que la capacidad de inyectar dinero en una economía determinada y también de retirar el mismo, casi a voluntad, implica la facultad de generar periodos de expansión —y, por consiguiente— retracción de la economía en cuestión.

Todo esto nos fue advertido por el Magisterio Pontificio en la inmortal Encíclica “Quadragesimo Anno”, en la cual su Santidad Pío XI nos dice: “Primeramente, salta a la vista que en nuestros tiempos no se acumulan solamente riquezas, sino que también se crean enormes poderes y una prepotencia económica despótica en manos de muy pocos. Muchas veces no son éstos ni dueños siquiera, sino sólo depositarios y administradores, que rigen el capital a su voluntad y arbitrio. Su poderío llega a hacerse despótico como ningún otro, cuando, dueños absolutos del dinero, gobiernan el crédito y lo distribuyen a su gusto; diríase que administran la sangre de la cual vive toda la economía, y que de tal modo tienen en su mano, por decirlo así, el alma de la vida económica, que nadie podría respirar contra su voluntad. Esta acumulación de poder y de recursos, nota casi característica de la economía contemporánea, es el fruto que naturalmente produjo la libertad ilimitada de los competidores, que sólo dejó supervivientes a los más poderosos, esto es, con frecuencia, a los más violentos en la lucha y a los que menos atienden a su conciencia. A su vez, esta concentración de riquezas y de fuerzas produce tres clases de lucha por el predominio: primero, se combate por la hegemonía económica; luego se inicia una fiera batalla para obtener el predominio sobre el poder público, y consiguientemente poder abusar de su fuerza e influencia en los conflictos económicos; finalmente, se entabla el combate en el campo internacional, en el que luchan los Estados pretendiendo usar la fuerza y poder político para favorecer las utilidades económicas de sus respectivos súbditos, o, por lo contrario, haciendo que las fuerzas y el poder económico sean los que resuelvan las controversias políticas originadas entre las naciones”.

Gustavo Urdiales

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