miércoles, 5 de marzo de 2008

In memoriam


EL MIGUEL ÁNGEL

DE LA PLUMA

E
n la primera semana de marzo de 1986, hace ya veintidós años, cuando los días del verano empezaban a apagarse, nos llegó desde Córdoba la noticia de su muerte. La enfermedad lo acosaba, casi sin pausa, y él conocía el desenlace. Como pocos, quiso y supo prepararse a bien morir como quien se dispone a un viaje. Ordenó sus papeles, releyó sus libros eternos —esos “pocos pero doctos libros” que decía su admirado Quevedo—, publicó sus poemas y se despidió de sus amigos con ese don epistolar con el que acortaba todas las distancias.

Allí precisamente —en sus cartas— Miguel Ángel se explayaba con todos los matices de su recia personalidad. Su dolor de patria era ya una herida abierta que no podía cicatrizar. Porque amaba a la Argentina con amor lacerante —la amaba recta, incólume, erguida, tal cual Dios la pensó— se indignaba hasta la exasperación por el horror de estas horas tenebrosas. Al igual que San Martín a Guido, podía haber afirmado: “no hay una sola vez que escriba sobre nuestro país que no sufra una irritación”. Pero no era la suya la preocupación mediocre por las cosas que pasan, sino la pena antigua por lo que es y debe ser y resulta negado. Todo lo hubiera dado por ver la restauración nacional, y a todo estaba dispuesto para acabar con esta plaga de descastados que ahoga a la Nación. Cuando mejor se conoce el bien más se padece el mal, y era este padecimiento genuino el que lo instaba a combatir, a reclamar, a proferir verdades de a puño, a no consentir la capitulación y la ruina.

Y sufrió también por la Iglesia cuya autodemolición no soportaba presenciar. Si los políticos venales lo crispaban de rabia, los prelados herejes le producían un rechazo frontal. Esa recua de funcionarios eclesiales que hacen del fariseísmo una doctrina y de la cobardía una conducta, esa maraña de católicos grises, adocenados y tibios, violentaba su Fe militante y el sentido batallador de su piedad. Ferreyra Liendo fue siempre, como lo hubiera escrito Marechal, un patriota de la tierra y un patriota del cielo. Sabía que en nuestra lucha —cada mañana— se renueva la epopeya del Arcángel contra los demonios. Sabía que los días pueden ser génesis o apocalipsis y los espacios, montes Tabor o Huerto de los Olivos. Y sabía —pero esto último además lo enseñaba en noble oficio— que la poesía es necesaria a las almas como un trigo que prefigura el verdadero Pan.

Miguel Ángel Ferreyra Liendo hacía de sus versos plegarias y saetas. Lo lírico y lo épico se le amalgamaban y toda su sensibilidad estaba pronta a ordenar el acontecer camino al Ser. El sí que veía las cosas porque existen pero inteligía —con San Agustín— que las cosas existen porque el Creador las ve. Todo su poetizar en definitiva no fue más que el cumplimiento de este compromiso: llevar las cosas al Padre; restituirle todo al Señor de los Ejércitos.

Nos dejó sus libros, que editaba con tanta generosidad como esfuerzo. El Carillón del Monserrat, Oriflama y el Aire y el Romancero de la Guerra del Atlántico Sur en el que trabajó con el mismo fervor con que se hubiera alistado para reconquistar las Islas. Nos dejó la promesa de un Nuevo Romancero sobre la guerra justa contra la subversión marxista, una Marcha de los Comandos que algún día será triunfo musical frente a los ruidos de la entrega, y se nos fue, sabiéndolo, entre oraciones y letanías. Seguramente, ahora habrá descifrado el misterio de la poesía combatiente que proclamaba como emblema. Al igual que Virgilio —sobre cuyo valor pedagógico escribió un trabajo notable— pudo haberse presentado ante el Supremo Tribunal diciendo a secas: canté penas, fatigas y glorias, canté pastores, labriegos y caudillos. Y Dios Nuestro Señor —que sabe de canto y de coros— le habrá dispensado su misericordia y su amor.

Estuvo con nosotros hasta el final. No escatimó el testimonio público ni la docencia del Nacionalismo. A diferencia de otros —¡de tantos otros!— no buscaba disimular ni esconder su opción política. El nacionalismo católico era un título con el que se complacía en distinguirse y él, a su vez, distinguió al nacionalismo católico con su señorío y estilo, con su hombría de bien.

Ahora, en la recordación del camarada y amigo: “créeme —decimos con palabras de Séneca— que de aquellos a quienes hemos querido, aunque el azar nos los haya quitado, la mejor parte permanece con nosotros. El tiempo pasado es nuestro y nada se halla en un lugar más seguro como lo que fue”.

Queda pues, como estuvo, constantemente con nosotros. Unidos en el pasado y en la mejor parte. Mas como no fue el azar sino Dios quien lo llevó para siempre, nos reencontraremos cuando sea su Santa Voluntad. Nos reencontraremos si Él lo dispone para celebrar juntos la Victoria pendiente.
Antonio Caponnetto


Destino de Alfarero

Estoy llegando al fin de mi camino.
El Señor me dio oficio de alfarero;
dióme la vida arcilla en el sendero.
Yo puse el corazón en mi destino.

Destino de moldear el barro fino:
dura prueba después que hubo primero
un Maestro Hacedor y Verdadero
que modeló en barro su perfil divino.

Ahora que concluye la jornada
de haber moldeado con amor la arcilla,
paréceme que todo fuera nada;

que estoy ante el asombro y maravilla
de emprender otra vez un largo viaje,
alistado y ligero de equipaje.

Miguel Ángel Ferreyra Liendo

1 comentario:

Anónimo dijo...

Linda semblanza. ¿En qué fecha falleció Don Miguel Ángel Ferreyra Liendo? ¿Podrían compartir algún dato biográfico (pues sólo sé de él que fue uno de los fundadores del M.N. de R.)?