jueves, 27 de septiembre de 2007

Testigo de cargo


ES LA RELIGIÓN, AMIGO


El mundo actual no tiene su eje central en la economía, como creía Clinton, pero tampoco lo tiene en la demografía. La baja catastrófica de población es un síntoma, nada más y nada menos que un gravísimo síntoma, pero síntoma al fin. Es muy fácil advertir que atrás de él está una causa, esa sí esencial. Aquí se trata de religión.

Muchas veces hemos explicado la concepción sociológica de religión con que solemos manejarnos. Concepción perfectamente lícita como instrumento de trabajo, siempre y cuando uno no pierda de vista que es sólo descriptiva y que para captar la esencia del fenómeno hay que recurrir a la filosofía y la teología. Si llamamos, entonces, religión al conjunto de creencias, ritos y preceptos que orientan el vivir de una sociedad, coincidiremos con Comte en que no hay sociedad sin religión.

De eso se trata entonces. Estamos padeciendo una etapa de la Historia de Occidente en que Dios ha sido expulsado de la vida pública y se ha erigido la Ciudad del hombre con su fe secular y profana.

El problema es que la religión resultante no tiene sino impulsos de muerte y de ellos se nutren todas las costumbres, la legislación y las artes vigentes. No se encontrará ni una sola cosa de las que propone hoy la progresía que de manera directa o indirecta no ataque a la familia y con ella a la procreación.

No se hallará jamás en la “agenda progresista” un solo afán eficaz de asegurar la vida, de proteger la familia que la engendra, de conformar los caracteres cuya existencia es condición para que todo ello exista. Como arrastrada por la pulsión de la muerte, nuestra cultura es hoy esencialmente destructiva, aunque esconda su verdadera naturaleza bajo el aspecto de una fiesta contínua de los sentidos.

¿Cómo calificar la “reivindicación” del aborto como un “derecho” de las madres, o la propaganda en pro de “matrimonios” que son caricaturas del único existente y cuya clave es la esterilidad que la naturaleza les impone?

¿Cómo explicar la inmensa correntada de pornografia e impudor, cuyo principal resultado es la conversión de lo sexual en una actividad lúdica e irresponsable?

¿Cómo entender la decadencia proyectada y propiciada desde el Estado de la familia, contra la cual se dictan leyes que facilitan cada vez más el divorcio mientras jamás se les brinda protección eficaz aunque más no fuera en sus aspectos económicos y tributarios?

¿Quién puede explicar el abandono por el sistema educativo de la formación del carácter mientras se vuelve a caer en el viejo enciclopedismo cada vez más alejado de lo que requiere la hora actual?

Todo eso y mucho más ataca, directa o indirectamente, al verdadero núcleo de toda la cuestión: la familia, el último reducto de una sociedad basada en el amor. Sí: eso es la familia. Una sociedad basada en el amor. Pero como esta palabra es por arriba demasiado metafísica para el hombre de hoy y por abajo ha cesado de significar algo preciso, prefiero bajar los decibeles de la explicación y recordar que la familia exige sacrificios.

Y esto es lo que le falta a nuestra sociedad actual. Con toda su cultura volcada al disfrute inmediato y totalmente ajena al concepto y a la realidad del sacrificio.

El detalle es que no hay familia sin sacrificio. No diré yo que sacrificio es igual a amor, pero sí ciertamente que el sacrificio es la prueba de fuego del amor. En ese sentido no es exagerado decir que la familia es una comunidad de sacrificios gozosos. En una familia que funciona, se sacrifican los padres por los hijos y —en su momento— los hijos por los padres. Y, cotidianamente, el motor de la vida de una familia es la postergación del deseo egoísta y la perspectiva del otro (y del conjunto) por el cual vale la pena sacrificar algo propio. Ese clima familiar sólo puede existir en un ambiente religioso. La decadencia de la familia es un subproducto necesario del eclipse de lo religioso.
Aníbal D’Angelo Rodríguez

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